martes, 22 de diciembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (VIII)



"Nunca sabremos qué pasó con la genética francesa en la segunda mitad del siglo XVII visto que, sin previo aviso, comenzaron a brotar músicos de talento por todo el reino y, especialmente, en los alrededores de París. Sin duda, la corte tuvo mucho que ver en la consolidación de este fenómeno a través de sus múltiples mecenazgos paralelos (...) Cada miembro de la nobleza y de la familia real, y Dios sabe que eran muchos, -hombres y mujeres- habían recibido desde niños clases de clavecín, muchos tocaban la viola de gamba, todos bailaban con más o menos salero y, coronando este pequeño universo, velaba el criterio de Luis XIV".

Este fragmento idílico y sugerente del programa de un concierto de música barroca al que asistí hace unos días -obra de Joseba Berrocal- me da pie para comentar algo sobre mi antigua "teoría del humus". O "del estiércol", que viene a obrar lo mismo.

Yo creo que la genética tiene poco que ver con el florecimiento de tantos buenos artistas en un período determinado; más bien, confiaría en el mecenazgo intensivo de la corte del Rey Sol. Si algo se cultiva con ahínco no dudemos de que acabará brotando por doquier. Pero hay que ser generosos con el riego, abundantes de abono, selectos en las podas e injertos. Imparciales, en fin, en la apreciación de sus frutos una vez expuestos a la luz pública. Y esto es justamente lo que no sucede en este país.

Porque el actual panorama de premios corruptos por sistema, un mercado editorial obtuso y monetarista que los jalea y alimenta, una política de publicaciones absurdas -y totalmente inviables, por exageradas en número y mezquinas en tamaño de tirada-, esas modas intelectuales de quita y pon, esas tendencias im-pres-cin-di-bles con olor a naftalina, ya caducas antes de aparecer en las mesas de novedades y olvidadas sin que las retiren, esta indigencia intelectual que nos envuelve -bien aplaudida desde cualquier instancia del poder, pues de puro anodina es cómoda y manejable- toda la podredumbre habitual no deja muchas dudas sobre lo que esta sociedad desea y espera de la creación. Mierda con purpurina y envuelta en celofán. Comestible y vistosa pero mierda, al fin y al cabo.


Estoy convencido de que cada país tiene los personajes-basura que se merece. Políticos del estilo de Bush o Berlusconi, Blair, Thatcher o Aznar no son casualidad. En un momento determinado los elegimos -aun aquellos que jamás les votaríamos- y responsabilidad nuestra fue en cierta medida lo que esa panda de gañanes llegaron a hacer -y los trato de gañanes, término apenas descriptivo, por no ponerme serio y decir cosas que injurien.


Lo mismo sucede en el arte. Para no perderme en ejemplos -baste recordar la España de los años 40-50 y las musiquillas que se oían por entonces, a ver si tienen relación o no la simpática vaca lechera con la autarquía y las condenas a muerte- me referiré a lo que se hace, publica, premia, lee y comenta actualmente.

Porque es algo manido hablar en tono lastimero de los males de la patria y, en el fondo, estar pensando que no es para tanto y ahí tenemos a Fulano y Mengano, tampoco escriben tan mal, algo saldrá un día de estos que nos redima de tanta bazofia. "Qué asco más rico", como decía alguien.

Pues sí es para tanto y para mucho más. Me preocupa que no haya nada que llevarse a los ojos sin fumigarlo con un "hombre, no está tan mal" o un "si lo comparamos con otros Zutanos..." Eso no es tener una novela decente entre las manos. Eso no es leer.

Pocos hay que escriban bien, con garra y sin errores que harían sonrojar a un bachiller -de los de antes-. Pero los que sí tienen dominio de la técnica en muchas ocasiones me echan para atrás con los temas de su elección. Siempre las mismas cuatro tontunas que se supone que venden o están en boga. O la manera indigna de enfrentarse con lo que nos pongan para escribir este año, como resignados a no crear nunca nada de interés. El tono ínfimo, el repertorio y la consigna han conquistado la literatura del momento. ME-A-BU-RRO. 

Volviendo a Luis XIV, siempre he pensado que una nación preocupada por su vida intelectual debía mantener una política de buen abono, de humus razonable. De modo que surgiera sistemáticamente un caudal de medianías bien preparadas y capaces que permitieran el florecimiento ocasional de algún que otro fenómeno inesperado. Pero hablo de compost nutritivo, no de la inviable fosa de purines en que está convertida la vida literaria de este país. Eso es una puta mierda. Ya lo he dicho.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (VII)




Comienzo la séptima entrada de mis anotaciones sobre el estado y futuro inmediato de la creación con la definición que hace el compositor Helmut Lachenmann de su proceso creativo: 
Lachenmann ha descrito sus composiciones como música concreta instrumental (a partir de la Música Concreta, de Pierre Schaeffer), lo cual implica un lenguaje musical que abarca la totalidad del mundo sonoro hecho accesible mediante técnicas interpretativas no convencionales.

Según el compositor, es música "en la que los eventos sonoros son elegidos y organizados de modo que la forma en que son generados sea tan importante, al menos, como las propias cualidades acústicas resultantes. En consecuencia, dichas cualidades, como el timbre, el volumen, etc., no producen sonidos for their own sake, sino que describen o denotan la situación concreta: escuchando, tú oyes la condiciones bajo las cuales se realiza una acción sonora o de ruido, escuchas qué materiales y energías son puestos en juego y qué resistencia encuentran".

Su música deriva, por lo tanto, en primera instancia de los sonidos más básicos, los cuales, mediante procesos de amplificación, sirven las bases para obras extensas. Sus interpretaciones requieren el concurso de un enorme número de ejecutantes, debido a la plétora de técnicas que Lachenmann ha ideado para los instrumentos de viento, metal y cuerda

Pues esto que he encontrado hace un rato, curioseando en su biografía wiki, ratifica los comentarios del número I de esta serie sobre el "estado del cotarro" (entrada del 4 de noviembre pasado, lo que indica que llevo mes y medio avasallando sin piedad a mis lectores).

No voy a entrar en disquisiciones generales sino en su uso práctico y personal. Y me da que estos criterios, de aplicación casi habitual en las artes plásticas y en la música desde hace décadas, no son de gran utilidad para la literatura, salvo que se adapten enormemente.

Reconozco que no acabo de calibrar los efectos últimos en que modifica esta decisión creativa el estatus de la obra de arte. Se trata, grosso modo, de que un objeto no depende para ser arte de sus "valores estéticos objetivos" (que de objetivos no tienen nada) ni de sus referencias a sí mismo o al resto de objetos artísticos que lo preceden, rodean y suceden, sino de un conjunto de circunstancias que incluyen quién, cómo y dónde crea esta obra (a la vez que dónde se expone o representa, quién la contempla y cómo, etc...) 

Interesantísimo, en efecto. Pero de dudosa adaptación a lo que nos atañe en este blog: la escritura. Sin embargo, hace unos días releía una entrevista de El Mundo a Vicente Luis Mora en que, con ese tonillo de suficiencia que tanto me irrita, venía a repetir lo de que la realidad actual es fragmentaria (y sin jerarquía visible, añado yo) de modo que la literatura que dé cuenta de ella también deberá ser no lineal y multiforme.

Veo dos detalles que me chocan: los hechos de la realidad podrán presentarse aparentemente como faltos de jerarquía y, por ende, de igual valor o relevancia unos que otros. Sin embargo, no creo que hagan falta muchos argumentos para demostrar que lo que dice el ministro tal, el dueño de nuestra empresa o el juez de turno no cuentan lo mismo que lo que decimos los sin rango ni voz pública. Ahora, incluso menos que nunca. A no ser que defendamos que nada de lo que dice nadie cuenta un pimiento. Ahí ya me callo, pero las implicaciones últimas de esta posibilidad son tremendas.

Segundo: ¿ahora resulta que la literatura debe adaptarse a las condiciones del mundo real para describirlo comme il faut? ¿No era estética del siglo XIX y más pasada que el sombrero hongo? ¿O es que sólo la forma debe adaptarse a la apariencia de la realidad circundante y lo que cuente una obra se convertirá automáticamente en novedoso y apropiado al mundo actual por una suerte de ósmosis estética?

En realidad, estoy haciendo de abogado del diablo para sacar algo en claro. Vamos, que no rechazo las actitudes que pretenden integrar diferentes perspectivas, voces, momentos en una misma acción. Pero me da en la nariz que, a la larga, todo viene a quedar en un cierto aggiornamento más bien superficial de las actitudes creativas. Porque si no hay un eje unificador, sea el concepto de autoría, sea la voz narradora (o voces narradoras), sea algún personaje o un cierto tono desengañado, febril o como se quiera, no sé a dónde va a parar ese galimatías de fragmentos dispersos. Qué de nuevo viene a contarnos, en definitiva.



Hace falta un orden, por difuso que parezca, para que el ser humano se haga cargo de lo real. Necesitamos estratificar, organizar. Necesitamos narrar, en definitiva, los innúmeros datos de la experiencia para que alcancen sentido y podamos integrarlos. Ahí radica la importancia del literato: sabe contar lo que otros sólo viven.


La manera de exponer esos datos ha sufrido incontables modificaciones en la última centuria. Ya hablábamos del narrador en H. James, del stream of consciousness en los modernists anglosajones, de John Dos Passos y sus caleidoscopios sociales (en tono hispano menor, Cela), de K. Vonnegut y tantos pasticheros postmodernos, del nouveau roman... Y suma y sigue, porque me dejo unos cuantos. 

Creo que deberíamos aprovechar los hallazgos sobre tantos aspectos en que se puede modificar el trazado y la apariencia del mismo hecho, que es la narración, para conseguir algo valioso. No queda otro remedio si no queremos enfrentarnos al manido folio en blanco con la única perspectiva de hacer variaciones ínfimas sobre lo que ya se varió en su momento. Y no me parece interesante salvo para los habituales de pane lucrando. Que no son pocos, pero nunca han contado lo más mínimo en este negocio absurdo de la literatura.


Ésta es ahora mismo la posición de partida del que aspira a escribir algo interesante, al margen de su talento y valores estéticos (que sí cuentan, por mucho que algunos se empeñen en ningunearlos).
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Como propina, estos enlaces a un famoso cuarteto de cuerda del mismo Lachenmann (Grido, 2001) a ver si nos alcanza la luz respecto a su proceso de generación de sonidos y tal:

http://www.youtube.com/watch?v=5eQiTqVQdHk


http://www.youtube.com/watch?v=QwtBySRj26Y


http://www.youtube.com/watch?v=WzPs6fAAjS8

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (VI)





 Continuando el pestiño anterior, hay aspectos que no pretendo proponer como universales por la sencilla razón de que provienen de mi obrador particular o son creencias arraigadas más por principios que por convencimiento crítico riguroso. Y me temo que forman, como otros, parte indisoluble del quehacer literario. 

Así que desciendo del púlpito para comentar algo ya mencionado, al menos, en el ámbito de la poesía: puede hablarse de todo usando el verso para expresarse, pero no de cualquier modo. Y esta es batalla que llevo librada con todos los que piensan que el uso de mala prosa y ágil espaciador garantizan (¡alehop!) la existencia de poesía. 

En prosa soy menos exigente. Pero los límites deben señalarse de algún modo. Hay que decir: hasta aquí llegó la riada y más allá es otro territorio no estrictamente literario. 

No me parece mal la exhibición de sentimientos personales, aunque tienen que estar expresados de modo que trasciendan la masturbación intelectual y así tener algo que contar a los demás. De otra forma, no hay quien los lea. Piénsese en los diarios de nuestra adolescencia o las odas fervorosas del primer enamoramiento, o el agravio prosificado que aquella gran decepción. Todo, si bien se considera, basura ilegible, por mucho que nos pudiera consolar. Y sólo ahí reside su interés.

Se me puede argüir que de esos temas está llena la buena literatura. Cierto, pero no así.  Hace falta un proceso de depuración, selección y estilización para que los más diversos materiales entren en el mundo de lo artístico. Algunas teorías pretenden poner esta máxima en cuarentena, pero ni el peor de los dirty realists o el más rastrero seguidor de un Bukowski enajenado muestran ese nivel bajo cero de la literatura a que me estoy refiriendo. Al contrario: los originales no son de mi predilección pero siempre resultan interesantes. Y muchas páginas de prosa detestable suben el listón unas décimas, como mínimo

Tampoco puede suponerse que con el deseo de hacer literatura se alcanza ese nivel, por muchas consideraciones y materiales teóricamente literarios que utilice para componer sus engendros. Me viene a la memoria ese vate setentón, harto de ganar premios literarios en toda España. Resulta entre cómico y triste verlo cuestionando por qué no le avisaron de que existía otro premiúnculo más al que podría haberse presentado. No entiende el pobre sino de halagar la fibra sentimental de jurados provincianos y supone que el resto del mundo literario debe ser del mismo modo. Aunque el éxito le avala, no se crean. Va por el millar largo.

Pero dejemos el circo para volver al reducto de lo posible: qué y cómo hacer en este comienzo de milenio. 

Tengo para mi uso particular un margen amplio de posibilidades temáticas. Sobre todo, porque no me apetece limitar mis de por sí escasos registros ni dar explicaciones sobre qué, cómo y por dónde. Bastante tengo con vencer la inestimable pereza de pensar en abstracto, idear argumentos sin verterlos en nada concreto. O la tendencia a repetir fórmulas ya ensayadas, cosa tediosa que no tolero, y así me veo en los más ilustres embolados cada vez que comienzo una novela.

El territorio en que más se disfruta, sin duda, es el de la ociosidad pero las ensoñaciones no resultan en absoluto como uno las imagina. El verbo tiene su arquitectura y seguir los meandros del pensamiento no consiste en doblarse gentilmente sobre sus relieves, sino forzarlos para que den lo que no estaba en ellos en modo alguno. Hay que templar las ideas y darles tres o cuatro docenas de martillazos (entiéndase revisiones) para que se dejen apreciar en una página.

De ahí también que sea tan lento mi proceso de creación. Como poco, hay que echar tres años por novela. Y siempre, siempre, estoy pensando en la siguiente (o en la siguiente de la siguiente) cuando alcanzo ese punto de madurez con la primera que me indica que todo está en orden. Sólo es cosa de redactar.

Como si fuera tan sencillo. Comparativamente, lo es. No deseo a nadie los rompecabezas de cuatro dimensiones en que se convierten obras que en un principio parecían sencillas. Ahí está la diversión. En lo más arduo.

Pero hablaba de un amplio rango de posibilidades. Desarrollaré este aspecto en otro capítulo del presente tormo.  

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Olga Neuwirth en su salsa




¿Por qué no escuchar esto además de lo mismo de siempre jamás? Tampoco es tan novedoso, oigan. Si se compara con algunas cosas de Scelsi...

http://www.youtube.com/watch?v=egv_mCi8uMI