jueves, 3 de septiembre de 2009

Las benévolas, de Jonathan Littell



978 páginas de prosa, 978, de las que un 90% es mera narración disfrazada de informe burocrático. O viceversa, no sabría decir. Las 300 primeras, cuando menos, sólo tenían tres o cuatro escenas dignas de mención. A 1oo densas páginas por momento relevante. Tela. Y lo he leído entero. Lo juro. Yo.


Al principio no podía creer lo que tenía entre manos. Estuve tentado de dejarlo más de una docena de veces. Y el motivo de seguir leyendo fue sencillamente enterarme de si todo el libro seguía en el mismo tono frío, abúlico y desesperante. O por conocer el fundamento de ese éxito tan exagerado al otro lado de los Pirineos, que ahora me extraña menos. Pero no por calidad literaria, sino por razones que igual sugiero.

No sé si la hazaña de acabarlo ha sido cosa del estío, de que estoy muy tonto ya o de virtudes insólitas del libraco que no acabo de explicarme. Pero la verdad es que ahora, desde la otra orilla de ese océano de páginas, tampoco tengo claro lo que me ha parecido.

Veamos: la parte histórica, que en una obra literaria debería ser claramente "menor", es decir, estar subordinada a lo narrativo, aquí desempeña un papel omnipresente, basado en una exhaustiva documentación que sólo a ratos he podido comprobar que fuera cierta o fabulada. No estoy demasiado al tanto de los entresijos de la jerarquía nazi. En cualquier caso, y desde un punto de vista del lector, me da lo mismo.

Afortunadamente, el documentadísimo amor de Littell por el detalle inútil (inútil desde el punto de vista narrativo, que no desde su interés historiográfico, supongo) cede en ocasiones, dando un alivio al esforzado leedor. Pero no nos vamos a engañar: las minuciosas descripciones de los sueños en que cae el protagonista, por reseñar lo poco reseñable en cuanto a calidad literaria se refiere, no son menos tediosas que las charlas infinitas sobre detalles de la administración alemana y las innumerables idas y venidas de todo tipo de cargos SS. Rediós, qué agobio recordarlo.

Constantemente me venía a la cabeza esa desoladora, aniquilante narración de Jorge Semprún que también fue escrita en francés: El largo viaje. Eso sí, desde el otro lado de la barrera. Y con otra intención. Y con espectaculares dotes literarias que no he visto ni de lejos en Las benévolas.

Comentando con un compañero de trabajo, me dijo que le había fascinado, y eso que la había leído en francés. Entendámonos: no coincidimos demasiado en gustos estéticos, pero ni aún así me lo explico. La desazón de ser testigos del estómago de la bestia, contemplar desde dentro la maquinaria burocrática y alucinada de la "solución final", no mantiene el tipo de una narración plana, aburrida y, a ratos, desquiciante.

He querido pensar que era así para dotar de entidad estilística al erial de vesania de los personajes, pero entonces no me explico las acciones obsesivas de la pareja de policías que acosan al protagonista más allá de toda lógica. Como tampoco cuadran la mitad de sus reacciones, sobre todo, al final de la novela, e incluso me parece poco plausible el alcance exorbitado de su propia obsesión incestuosa. Que, en definitiva, funda todo el edificio argumental.

Como decía, a mí no me ha fascinado en absoluto. Tampoco me ha sobrecogido, a decir verdad, pero he de reconocer que llevo varios días con la cabeza "colonizada" por algunas de sus escenas más llamativas. Y eso quiere decir que el megaladrillo ha logrado dejar su carga de profundidad.

La pregunta es: ¿merece la pena tal despilfarro de páginas, tal empecinamiento en narrar sin ton ni son para ese resultado? ¿No se podría haber conseguido también con un tercio del volumen y, sobre todo, dejando disfrutar un poquito más al lector?

A pesar de todo, ¿por qué vuelven constantemente a la memoria?

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