domingo, 7 de marzo de 2010

Posturitas




Sólo yo sé lo que me habré aburrido. Pero, sea por tozudez, sea por rectitud o por afán de perfeccionismo, decidí que lo iba a leer entero. Así que dejé el volumen al lado de la cama y cada noche le daba un meneo.

 
Pues bien: ya he terminado la tarea y me permito el lujo de opinar con conocimiento de causa sobre el último intento narrativo de Manuel Vilas.

En primer lugar, hablemos de su prosa: si soy amable, la calificaré de plana. Tampoco es cierto: considerarla plana indicaría falta de interés por atrapar al lector y ya hay otros que pescan desde hace tiempo en esos océanos de tedio. No sé cuál habrá aprendido del otro, pero deberían hacerse la ola cuando coincidieran en uno de esos saraos locales. Son siameses. Aunque con una clara diferencia de horizonte estético y nivel formal, todo hay que reconocerlo. 

Este libro es algo menos malo. Manuel Vilas intenta anular o, dado su gusto por los coches, atropellar al lector con el uso reiterado de tres o cuatro nulidades narrativas. A saber: la enumeración, la yuxtaposición como única posibilidad de expresión de una cierta sentimentalidad, el abarrote de datos inútiles a que debe de ser adicto, pues ni en los pocos momentos que logra remontar el vuelo literario es capaz de ahorrárnoslos, y cierta estética entre irónica y ácida de la que hablaré más adelante. 

De ese modo, a fuerza de desesperar, acaba ganando por puro aburrimiento lo que él mismo plantea como un combate contra el sentido estético y literario del más curtido. Vilas erosiona el cerebro y, en una suerte de síndrome de Estocolmo literario, casi logra que pensemos que eso es escritura capaz. La única moderna, la que debe leerse ahora. Pero no lo es. 

En cuanto al narrador... El yo narrativo de Vilas es de esos que, de entrada, cae bastante gordo. Las posturas a que me refiero en el título aluden a sus mohínes facilones, a esa apariencia crítica pero, en verdad, complaciente con que construye su único personaje que merece la pena: él mismo, transmutado en narrador. (No tengo nada contra Manuel Vilas en la vida real, con quien coincidí en la universidad, aunque sin tratarnos, y de quien tengo referencias como buen compañero de trabajo y persona de enorme sensibilidad social). 



Tampoco me parece mal la primera persona literaria, sea evidente o se disfrace. Pero es un truco que, como todos, hay que saber usar para que no se descorra el telón antes de tiempo y nos deje con la tramoya a la vista.

Alguien a quien quise diría de gente así que "es un malasombra". Pues eso, un desaborío y un malasombra me parece la voz que conduce, o más bien ahoga, al lector en su pesadísimo viaje por personajes más o menos trillados o interesantes, da igual, pero nunca creíbles. 

En realidad, no son personajes sino sombras sobre las que el narrador proyecta su visión de la realidad. Hay quien la ha considerado renovadora. A mí me parece aburrida, estéril, cargante. Ya me desagradó profundamente en "Z". Pensaba que habría evolucionado un poco pero años después sigue en la misma línea. Y da un paso más: más agilidad, más variedad de referencia, más abrumadora carga de hechos inanes. O sea: nada pero mejor presentado.


Otros ya han analizado este libro y celebran no sé qué modernidades a bombo y platillo, pero yo no deseo entrar en los contenidos político, moral o sociológico de las memeces que expone Vilas, por mucho -pretendido- humor con que los arrope. El libro no ha superado la primera barrera de mi apreciación como simple lector y de ahí poco se puede sacar. Si no pretende o no es capaz de elevarse por encima de esa mediocridad estéril -y esterilizante de un modo malsano-, no puede ofrecer nada.

No es que no me haya gustado el libro; es que, como unos cuantos que llevo sufridos en los últimos años, "Aire nuestro" es ejemplo del peor modo en que se está escribiendo en este país y de lo que no debería ser nunca considerado modelo para nadie con una pizca de sensatez literaria. Seguro que ya están imitándolo. Como si lo viera.

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