miércoles, 15 de mayo de 2013

Yasunari Kawabata



Yasunari Kawabata, de quien he leído casi todo lo que se encuentra traducido al español, es una de las aficiones literarias que más me han influido en los últimos años.

Cierto que accedí a él por uno de sus libros más inquietantes, "La casa de las bellas durmientes", pero cualquier otro ejerce esa misma fascinación de lo recogido que solo logra cierto tipo de poesía esencial. 

Incluso una crónica tan ajena a nuestro mundo como "El maestro de Go", que me llegó a las manos cuando ni siquiera sabía en qué consistía el juego de marras, fue capaz de atraparme por completo. Imagínense ahora, cuando conozco sus rudimentos y ya capto algo de la estrategia endemoniada de una cosa tan simple en apariencia como poner piedrecitas alrededor de las de tu adversario para capturarlas. 

Pero qué más da, si de lo que habla es del ocaso de un modo de entender el mundo, de las tradiciones, de la derrota final de una vida. Kawabata es un espíritu refinado, oculto, sutil. Sospecho que, bien sea por la traducción, bien por mi ignorancia supina, no capto ni la mitad de lo que debe de expresar su obra. Aun así, me encandila. 

Algunos de los relatos de "Historias de la palma de la mano" son perlas escondidas que, por mucho que despisten al principio, seducen con cada nueva lectura. O qué de decir de la estupenda historia de "País de nieve", o "La bailarina de Izu", ambas editadas por Editorial Emecé.

El comienzo de "País de nieve" es estupendo: 

"El tren salió del túnel y se internó en la nieve. Todo era blanco bajo el cielo nocturno. Se detuvieron en un cruce. Una muchacha sentada del lado opuesto del vagón se acercó a la ventanilla del asiento delantero al de Shimamura y la abrió sin decir palabra. 
El frío invadió el vagón. La muchacha asomó medio cuerpo por la ventanilla y llamó al guarda como si éste se hallara a gran distancia. El hombre se acercó con lentitud sobre la nieve, sosteniendo un farol en la mano. Llevaba bien cerradas las orejeras de su gorra y una bufanda que apenas dejaba una rendija para los ojos. 
Ese frío, claro, pensó Shimamura. Barracas dispersas que quizás habían sido vagones-dormitorio ocupaban la ladera congelada de la montaña. El blanco de la nieve se fundía en la oscuridad antes de posarse sobre los techos. 
-Soy Yoko. ¿Cómo está usted? -dijo la muchacha. 
-Yoko, claro. ¿De regreso? Ha comenzado el frío. 
-Sé que mi hermano ha venido a trabajar aquí. Gracias por todo lo que ha hecho por él. 
-La soledad se le hará dura. No es el mejor lugar para un muchacho como él. 
-Es una criatura aún. Pero usted le enseñará lo que haga falta. 
-Va bien por el momento. Estaremos más ocupados, con la nieve. El año pasado tuvimos tanta que las avalanchas detenían todos los trenes y el pueblo entero debió cocinar para los pasajeros demorados. 
-Veo que está bien abrigado. Mi hermano me decía en su carta que ni siquiera usaba manga larga aún.
-Solo me mantengo en calor si llevo cuatro capas de abrigo. Pero los jóvenes son así. Con los primeros fríos, prefieren beber que arroparse. Y, cuando se quieren dar cuenta, ya están en cama con fiebre -dijo el guarda y señaló con su linterna en dirección a las barracas. 
-¿Mi hermano bebe?
-No, que yo sepa.
-¿Está usted volviendo a casa?
-No. Tuve un pequeño accidente que me obliga a ver al doctor. 
-Cuídese, por favor. 
El guarda se cerró aun más el gabán que llevaba sobre el kimono y echó a andar. Por encima de su hombro dijo:
-Usted también. 
-Si ve a mi hermano, dígale que se porte bien -agregó la muchacha cuando el guarda se alejaba. Su voz era tan dulce que daba tristeza que reverberara en la noche helada".

Y siempre da la impresión de que los diálogos están desajustados, que en esa descripción minuciosa, sutil, casi anodina de la vida trivial de personajes tan poco relevantes algo se ha perdido en el trayecto de la página a los ojos. Por eso leo a Kawabata con suma atención: en cualquier detalle puede aparecer el hecho esencial, el dato imprescindible para entender el texto. 

O no. A veces me recuerda a "Dublineses", de J. Joyce. Es la atmósfera creada de modo imperceptible, lo que no se expresa pero permanece como una suerte de aroma delicado lo que nos da la clave. 

En cualquier caso, las páginas levemente perturbadoras de Kawabata tienen un efecto acumulativo demoledor. Y contagioso: estos días estoy pensando en aprovechar algo de sus enseñanzas para mi próximo proyecto narrativo. 


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