jueves, 6 de junio de 2013

A veces, uno es muy tonto.



Tanto, que obvia lo más evidente y desprecia aspectos interesantísimos que a otro sin tantas ínfulas le satisfacen. Vistos con el tiempo, resulta que tenía razón. 

Me refiero, en concreto, a mi reciente relectura de novela tan archiconocida como "Orgullo y prejuicio", de Jane Austen. Me obligaron a tragármela durante la carrera y, por el mero hecho de que le encantara a la casi totalidad de las pedorras que estudiaban conmigo, la leí de mala gana y no me interesó más de lo necesario para pasar el examen. 

También vi en su momento la película con la boba de Keira Knightley interpretando a  Elizabeth Bennet, cómo no, y me resultó entretenida. Poco más.

Ahora he cogido el ladrillo por banda y lo he finiquitado en menos de tres días, a ratos perdidos. Me ha gustado bastante. Y, aparte de las consideraciones sobre mi obcecación pasada (recuerdo que por aquel entonces estaba irritado porque a nadie parecía interesarle mi adorado Lawrence Sterne y toda la retahíla de los Wordsworth, Coleridge, Keats, Shelley, Byron, Dickens, etc.) considero que la novela es excelente y a ratos muy divertida.

Más aún, el guión de la película es inteligente y muy lúcido. La puesta en escena, eficacísima, resulta de gran belleza visual, aunque a veces se recree en exceso.



Aparte de que los actores secundarios (Brenda Blethyn como la señora Bennet y Donald Sutherland como su marido, por ejemplo) son fantásticos, como suele suceder en muchas películas anglosajonas. 


En fin, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. La edad permite reconocer errores pasados, aunque no sea siempre tan fácil deshacerlos. Como cuando te introduces en el mundo delicioso y menos complaciente de lo que parece de Jane Austen.



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