jueves, 18 de septiembre de 2014

Otra vez.



Me gusta escribir sobre el otoño. Es una estación de deslices y, pese a no poder disfrutarla apenas por las sevicias del trabajo, siempre ejerce una ambigua influencia.

Anteanoche tuve una taquicardia insólita, injustificada, como venida a destiempo. Hoy me encontraba algo cansado. Ayer por la mañana tuve la urgencia de salir de mi despacho y andar. Me habría gustado que fuera por el monte, bien calzado y acompañado por mi perra, pero me contenté con hacerlo por los alrededores. 

Está claro que no me apetece lo que hago (¿a quién sí?) y que cada vez mi mente lo disimula peor ante mí mismo. Hace tiempo, este mes transcurría con la urgencia del agobio. Ahora, o me estoy dejando llevar por la abulia o es que todo me la suda y no quiero dejar de constatarlo. 

En cualquier caso, las nubes sufren esos abombamientos estacionales, esos desgarros y derivaciones que tanto me agradan. El viento comienza a ser más fresco. La luz, sobre todo, se ha convertido en un mundo que estaba esperando desde hace cinco o seis meses y tímidamente se afianza. 

¿Quién podría permanecer impasible?

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