jueves, 13 de agosto de 2015

La plúmbea ligereza.



La ligereza de estos días de pesadilla que no quiere despejarse me tiene atrapado. Más bien, vegeto a la espera de acontecimientos (algunos, programados; otros, deseados) y leo. Y escribo para rehacer y destruir acto seguido. O sea, que estoy en la línea de salida de cualquier otro verano. La diferencia es que esta vez todavía no me he planteado releer el Quijote. Con el Persiles de hace unas semanas tengo el cupo clásico cubierto. 

Esta sensación de interinidad ya la conozco de tantas ocasiones que ni me importa. Sin embargo, no me he acostumbrado a su nervio impertinente. Vuelve a clavarme en el suelo lo mismo que cuando, en mi adolescencia, me veía días y meses encerrado en ese pueblo ardiente y desolado, enfrente del Castellar.

Ahora no es el estar lejos de lo interesante, sino el que no exista, o el tener que habitar agujeros por decreto todos los días varias horas, con esos tedios tan habituales que parecen no acabar. 


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