viernes, 2 de octubre de 2009




Nada de nada.

Encuentros difuminados, noticias que se extinguen por lejanía; voces huecas, intercambiables. El otoño tiene otras alteraciones añadidas al primer respingo, a sus hongos renacidos, al perplejo despliegue de tanto color. "El otoño vendrá con caracolas, uva de niebla y montes agrupados", decía el granadino.

"Uva de niebla y montes agrupados". En mi mente son imágenes absolutas del otoño desde que las atrapé, andando los catorce o quince de mi vida y casi de modo inconsciente. Una vez quise hablar en verso de esto mismo y me salieron estas cosas:

"El dulzor de este otoño se desliza
con pámpanos de fiebre entre las losas:
es de balsa perdida; en su fluir,
la hiedra, el paladar, siempre infiltrada
memoria de otras frutas rotundas,
siempre un tañido grave en el cordaje
y en la base infinita: son las nubes".

(...)

No es lo mismo, desde luego. Pero en estos momentos tampoco están escrutando mi tumba ni me estudian en los institutos. A cada cual lo suyo.

En todo caso, quería expresar que esta época inicial del declive siempre se me ha antojado más bien el comienzo de algo. Será por lo diferente que parece de cuanto nos aconteció hace sólo un par de semanas. Será porque a los docentes nos atropella un año intacto, sin desbravar. El caso es que vivo en la impresión de estrenar tersura en los paisajes que me acogen.

Y, si bien se piensa, el mundo se reconstruye en otra densidad. Todo encoge un milímetro y se adentra en su manera, de modo que hay una rarefacción, que dirían los antiguos, un esplendor enfermizo porque sabe que pronto desaparecerá. Es el último son del cuerno.

Estos días me siento extraño, pero casi bien. El cerebro vuelve a su costumbre. Y me acabo de resfriar.

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