jueves, 26 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (y V, espero)




¿Y qué hay de las actitudes concretas? Es decir, de la práctica de la escritura. Porque podemos argüir un muestrario de constataciones críticas que nos apoyen, ratificando a todas horas que somos la hostia con sombrero y dar a luz pública textos infumables. Cosa que sucede con frecuencia, por otra parte. 

Me llaman la atención (y mueven a piedad) los empolloncetes de las últimas teorías que, a la postre, no saben colocar dos palabras juntas sin que el respetable se despiporre o bostece como león del Masai Mara. Al sur campa por sus leyes alguno de ellos. ¡Y qué soberbia gasta!


Lo he dicho con respecto a Cervantes: el escritor no necesita saber un ápice de teoría literaria. Sin embargo, ¡guay de quien no la tenga interiorizada y la aplique a rajatabla, bien sea por instinto, bien por cojones! Propongo como ejemplo el manido asunto del narrador.

Y es que después de Henry James ya no se puede saltar a la torera la convención del narrador y el punto de vista. Si el lector recibe informaciones de a saber qué dios omnisciente mutado en escribidor que en todo mete la zarpa, tiene derecho a pensar que de qué. Y a entender justo lo contrario de lo que se le obliga a asumir de manera tan zafia. Como sucede con el nada fiable Cide Hamete Benengeli en el Quijote. Pero ésas son palabras mayores.

La mínima coherencia, decoro e incluso cortesía artística deberían prohibir el uso de la narración como si viviéramos en la época de Galdós. Y, sin embargo, cada vez es más frecuente la regresión a esas actitudes viciadas, aunque no por conciencia, convencimiento o legítima voluntad de transgredir, sino por mera comodidad. O por ignorancia, que todavía es peor.

Si la postmodernidad implica descripciones fatigosísimas, escritas en la escritura más plana que se pueda imaginar y que luego no tienen incidencia relevante en el decurso de la narración, perdónenme ustedes, pero no pienso tragarme una más. He agotado el cupo. Prefiero creer en aquella máxima que dice: "cuando al principio de un cuento aparece un clavo en una viga del techo, al final el protagonista se colgará de ese mismo clavo". Economía, coherencia, eficacia.

Si escribir a la moderna ("escribir moderno", llega a decir algún analfabeto) consiste en la fórmula: sujeto + verbo + objeto directo, repitiendo la cantinela tantas veces como se quiera, yuxtaponiendo retahílas de frases hasta que aparece el tabulador y ¡zas!, corta el párrafo, ya tenemos de sobra en mi terruño. Y me sigue pareciendo la misma mierda de antes, producto de mentes estériles que no tienen ni idea de escribir. Y mira que se esfuerzan, los pobres, pero no hay tu tía.

Si los personajes son estereotipos, si hablan como le da la gana al escritor sin tener en cuenta para nada su educación, época o nivel social, si no tienen fondo, facetas diversas ni conflictos interiores, cualesquiera que éstos sean, lo lamento, pero no se trata de narrativa sino de guiñol. A estas alturas, me temo que las posibilidades del tal están más que exploradas, ya sea en el teatro del absurdo o en el OULIPO, en el sainete o en la ciencia-ficción.  

Y si se trata de incidir en los géneros me temo que nos topamos con la misma materia trilladísima. De ese modo, falta de nervio y capacidad de sorpresa, es harto difícil que la trama detectivesca, la intimista, la histórica o la fantástica den algo más de sí. Como mucho, melancólicas actualizaciones de emergencia para, digamos, inscribir un roman fleuve crepuscular en el ambiente de los repartidores de flyers de la Gran Vía. ¿A alguien le seduce la idea? Pues a ellos, que hay manada. 

(Yo pensaba que se me había acabado el ferrete, pero está visto que no)

No hay comentarios: