domingo, 22 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (IV)




Una y otra vez volvemos al viejo asunto de qué escribir, sobre qué, con qué criterios e intereses. Cuál es, en fin, el propósito que nos define aun antes de enfrentarnos a la tarea. 

Si vamos a ser honrados, éste es un primer paso que pocos escritores se plantean. A los resultados me remito. Los que lo hacen, aunque no coincidan conmigo en cuanto a planteamientos o rendimiento, siempre merecen respeto y atención. Siempre. De ahí el que a veces me muestre beligerante o incluso impertinente con lo que se publica. Porque estar interesado en algo no quiere decir que guste o sea afín a mis presupuestos estéticos o morales. No hay libro tan malo del que no se puedan extraer provechosas enseñanzas, como dice el clásico. 



Y, hablando de clásicos, una de mis antiguas y menos populares críticas a los escritores actuales es su falta de conocimiento sobre el pasado. El pasado, la tradición, lo clásico... Llámenlo equis.

Vaya: no alcanzo a ver cómo puede construirse el Guggenheim sin haber aprendido los rudimentos de la edificación de palafitos, pongamos como equivalente. ¿Y qué se puede pensar de quien pretende escribir narración actual denostando con arrogancia y publicidad lo escrito antes de 1945, por ejemplo, máxime si proviene de autores españoles?  Acojonante. Pero los hay a patadas. Y publican en editoriales cada vez más importantes (desde el punto de vista comercial, claro).


Me estoy desviando del propósito de esta entrada (que quería la última de la serie, pero parece que no va a ser): qué y cómo escribir a principios del siglo XXI. 


¿Temas? Hemos quedado en que cualquier argumento, situación, asunto o detalle son estrictamente válidos para el arte; más aún, para la novela, que siempre ha sido saco generoso en que echar cualquier material, por indigno que se considerase. De ahí el que gran cantidad de experimentos novísimos en otras ramas del arte hayan sido ensayados hace décadas en narrativa (o siglos: pensemos en Tristam Shandy, de L. Sterne, en pleno siglo XVIII).


¿Modos? Si algo caracteriza al arte contemporáneo (o a la posmodernidad, si se quiere la etiqueta) es la dispersión de tendencias jerárquicamente iguales. Al menos, en teoría.

Lo de la igualdad de una u otra corriente literaria me parece de cajón, al menos hasta el momento en que empiezan a parir sus criaturas. De las teorías más estrictas no han salido necesariamente los mejores textos y tampoco la floración de épocas brillantísimas tiene por qué ir acompañada de otro tipo de bonanza; menos aún, de fidelidad a ortodoxias varias. Tantos manifiestos y declaraciones me recuerdan a los partidos políticos: leídos sus principios fundamentadores, todos parecen la repera. Otra cosa es verlos actuar.


Me acuerdo ahora de Cervantes, que tenía requetebién aprendida la lección del humanismo renacentista y la teoría aristotélica sobre el arte y produjo lo mejor de su producción en cuanto empezó a olvidar la doctrina y dejó que sus personajes discurrieran libremente, adaptando las normas a la vida. Ahí surgió el gran genio.  


Éste es el modo, según lo entiendo yo: no seguir normas anquilosantes, aunque, eso sí, habiéndolas aprendido, masticado y deglutido para que no nos puedan hacer daño. Hay que tratar con el máximo respeto lo heredado, pero dándole somantas de palos en cuanto se pone bravo y nos quiere anular.

No se puede hacer vida normal entre fantasmas que dictan cómo actuar en cada momento. Del mismo modo que obrar al arbitrio de cada uno sin trabas ni carriles lleva a la inanidad o el descarrilamiento. O a descubrir el Mediterráneo cada vez que ensayamos algo novedoso. Como si hubiera tanto por descubrir...

 
¿Queremos ejemplos? Uno de la música, y estoy seguro de que Panamá, lector atento, estará conmigo: una versión, un cover de cualquier clásico, ¿es mejor cuando reproduce miméticamente lo mil veces oído o cuando la personalidad del versioneador transfigura  materiales ajenos y se apropia de ellos? Yo estoy siempre (o casi) por la segunda opción. No por ello hay que recelar de todo standard cantado al viejo estilo ni creer que la creatividad surgirá ex nihilo. Pero conviene prevenir la estaca (metafóricamente hablando).


Otro de la literatura, en negativo: la portentosa abundancia de mierdas encuadernadas que produjo el realismo social o las innúmeras historietas piadosas y morales con ínfulas literarias que florecieron durante el nacional-catolicismo. Se me abren las carnes con sólo recordarlo.

(Me temo que esto no ha acabado, ya me perdonaréis el tostón...)

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