miércoles, 9 de diciembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (VI)





 Continuando el pestiño anterior, hay aspectos que no pretendo proponer como universales por la sencilla razón de que provienen de mi obrador particular o son creencias arraigadas más por principios que por convencimiento crítico riguroso. Y me temo que forman, como otros, parte indisoluble del quehacer literario. 

Así que desciendo del púlpito para comentar algo ya mencionado, al menos, en el ámbito de la poesía: puede hablarse de todo usando el verso para expresarse, pero no de cualquier modo. Y esta es batalla que llevo librada con todos los que piensan que el uso de mala prosa y ágil espaciador garantizan (¡alehop!) la existencia de poesía. 

En prosa soy menos exigente. Pero los límites deben señalarse de algún modo. Hay que decir: hasta aquí llegó la riada y más allá es otro territorio no estrictamente literario. 

No me parece mal la exhibición de sentimientos personales, aunque tienen que estar expresados de modo que trasciendan la masturbación intelectual y así tener algo que contar a los demás. De otra forma, no hay quien los lea. Piénsese en los diarios de nuestra adolescencia o las odas fervorosas del primer enamoramiento, o el agravio prosificado que aquella gran decepción. Todo, si bien se considera, basura ilegible, por mucho que nos pudiera consolar. Y sólo ahí reside su interés.

Se me puede argüir que de esos temas está llena la buena literatura. Cierto, pero no así.  Hace falta un proceso de depuración, selección y estilización para que los más diversos materiales entren en el mundo de lo artístico. Algunas teorías pretenden poner esta máxima en cuarentena, pero ni el peor de los dirty realists o el más rastrero seguidor de un Bukowski enajenado muestran ese nivel bajo cero de la literatura a que me estoy refiriendo. Al contrario: los originales no son de mi predilección pero siempre resultan interesantes. Y muchas páginas de prosa detestable suben el listón unas décimas, como mínimo

Tampoco puede suponerse que con el deseo de hacer literatura se alcanza ese nivel, por muchas consideraciones y materiales teóricamente literarios que utilice para componer sus engendros. Me viene a la memoria ese vate setentón, harto de ganar premios literarios en toda España. Resulta entre cómico y triste verlo cuestionando por qué no le avisaron de que existía otro premiúnculo más al que podría haberse presentado. No entiende el pobre sino de halagar la fibra sentimental de jurados provincianos y supone que el resto del mundo literario debe ser del mismo modo. Aunque el éxito le avala, no se crean. Va por el millar largo.

Pero dejemos el circo para volver al reducto de lo posible: qué y cómo hacer en este comienzo de milenio. 

Tengo para mi uso particular un margen amplio de posibilidades temáticas. Sobre todo, porque no me apetece limitar mis de por sí escasos registros ni dar explicaciones sobre qué, cómo y por dónde. Bastante tengo con vencer la inestimable pereza de pensar en abstracto, idear argumentos sin verterlos en nada concreto. O la tendencia a repetir fórmulas ya ensayadas, cosa tediosa que no tolero, y así me veo en los más ilustres embolados cada vez que comienzo una novela.

El territorio en que más se disfruta, sin duda, es el de la ociosidad pero las ensoñaciones no resultan en absoluto como uno las imagina. El verbo tiene su arquitectura y seguir los meandros del pensamiento no consiste en doblarse gentilmente sobre sus relieves, sino forzarlos para que den lo que no estaba en ellos en modo alguno. Hay que templar las ideas y darles tres o cuatro docenas de martillazos (entiéndase revisiones) para que se dejen apreciar en una página.

De ahí también que sea tan lento mi proceso de creación. Como poco, hay que echar tres años por novela. Y siempre, siempre, estoy pensando en la siguiente (o en la siguiente de la siguiente) cuando alcanzo ese punto de madurez con la primera que me indica que todo está en orden. Sólo es cosa de redactar.

Como si fuera tan sencillo. Comparativamente, lo es. No deseo a nadie los rompecabezas de cuatro dimensiones en que se convierten obras que en un principio parecían sencillas. Ahí está la diversión. En lo más arduo.

Pero hablaba de un amplio rango de posibilidades. Desarrollaré este aspecto en otro capítulo del presente tormo.  

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