miércoles, 18 de agosto de 2010

Flavour of quid



Hace unas semanas, en Londres, curiseando en los almacenes Fortnum & Mason, me vi elegantemente abordado por un dependiente de cierta edad, finísimo él, con acento tan perfecto que pospuse el "Sorry, I'm just browsing" para disfrutar un ratito de su inglés. Me ofreció diversos perfumes, algunos propios de un acemilero con halitosis, otros ligeros como plumas, y al final desembocó en cierto 1872 de Clive Christian (yo tampoco tenía ni idea pero parece que es autor del perfume más caro del mundo), verdaderamente sutil y fresco, por no pasar a pormenores. Del shock que me produjo saber el precio sólo recuerdo que lo más asequible rondaba las 155 libras por 30 ml.

Allá do resido este mes han abierto una charcutería fina que tienta al más espartano. Ese guijuelo fantástico de cuatro años en bodega, a razón de 155 € el kilo (sale a casi 39 eurines el año de embodegamiento, que ya es salir), esa butifarra de salmón que no me he atrevido a probar, esas conservas selectas... Probé con el cerdo, cosa de la que entiendo un pelo y mi endeble estómago, pásmense ustedes, tolera de maravilla. 

Un espectáculo ver cómo la charcutera diseccionaba levísimas lonchas, las desprendía de todo tipo de impurezas y venitas, las colocaba exquisitamente, envolvía el resultado en una bandejita de ¿papel? ¿plástico? con su cubierta de estraza finísima, su bolsita de cartón elegante, su casi media hora que tardó en culminar el invento. 


Volví a casa como si portara viento bendecido. La verdad es que el jamón rondaba la mística, pero vaya. No sé si merece la pena el coscorrón.


Y todo esto viene al caso de constatar que no hay nada como experimentar lo excepcional para recaer en placeres comedidos, habituales. Ese olor a hinojo y hierbas secas que proviene de un terreno yermo junto a las vías. Esas deliciosas judías con patatas que me apetecen desde que llegué de Inglaterra y hoy van a sucumbir.

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