jueves, 26 de agosto de 2010





Sucede con la música, pero no sólo. 


Estaba escuchando otra versión del "Sol da te", (Orlando Furioso, Vivaldi) distinta de la que bajé el 19 de febrero (la estupenda, emocionante interpretación de Magdalena Kozená con la Venice Baroque Orchestra) y, a pesar de no ser mala, no. No y no. 


No me emociona. No me transmite esa necesidad de que las cosas sean de cierto modo y el resto, inadmisible. No consigue que traspase el momento concreto en que lo escucho y decida prescindir de lo demás. No es necesaria.


Cómo puede ser que un mismo tema alcance densidades tan diferentes, hasta el punto de que detestas unas y no podrías pasar sin la elegida, la perfecta. 


Aunque no tiene nada que ver con la perfección técnica. Es más bien un estado moral de absoluto equilibrio entre lo que afecta y lo afectado. Es un pulso que siempre se acaba perdiendo. Esa sensación de que la dosis de belleza que te alcanza es excesiva. Pretendes resistir pero no hay manera. Los diques se desbordan. Es preciso desistir. 


Y entonces, cuando has sucumbido y no opones resistencia y te bañan las mareas que nunca entendías, comprendes por fin: lo esencial es aquel registro perdido, la frase que nunca se piensa, el roce de un dedo que apenas ha marcado otra piel. 


Ese precioso error. 

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