domingo, 19 de septiembre de 2010




Esto de viajar tan a menudo tiene pocas ventajas. Una es que se pasa demasiado tiempo inactivo y lo poco que puede hacerse es observar. Y pensar. No siempre con buenos resultados.

Al final de todos los veranos tengo la sensación de que proliferan las telas de araña. Mejor: los hilos sueltos intentando conquistar terrenos de paso absurdos, puesto que el quehacer se ve destrozado cada poco por los viandantes. Sin embargo, Aracne insiste torpemente.

Me imagino que será la previsión del otoño que ya se barrunta, la falta de sol, las madrugadas frescas, la abundancia de insectos atontados que son más facilones que un mes antes... Perspectivas de la muerte, en todo caso.

Este exceso de producción, este barroquismo delirante no sé si compensa la paga en calorías, pero por algo lo harán. No soy quién para cuestionar los motivos del rococó constructivo de las arañas. Ni los criterios con que insisten en enredarse en mi frente.

Sin embargo, no por eso tolero mejor su molestia pegajosa. Día tras día sigo siendo el gigante que arrasa las verdes huertas o el gran lagarto de un Tokio cualquiera.

Si ha de ser barroco, lo prefiero en literatura. O en música.

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