miércoles, 24 de noviembre de 2010



Buena parte de la enfermedad que mina las letras españolas, a mi entender, tiene sus orígenes en la diáspora de talentos tras la Guerra Civil y la política de represión que la sucedió. Porque no hablo sólo de las tres generaciones creativas del primer tercio del siglo XX y sus lumbreras, que se fueron mayormente a hacer viento ultramarino, sino de una pléyade de maestros, médicos, investigadores, catedráticos y abogados, militares y editores, gentes de rango medio y muy buena formación que tuvieron que emigrar o fueron silenciadas de un modo u otro al permanecer en España. 

Esos cuarenta años largos de indigencia intelectual nos siguen pasando factura. ¿Cómo se puede entender, si no, la mediocridad de lo que se produce y consume? ¿Hay alguien que no se percate de la corrupción generalizada en el mundo literario? ¿Por qué los tejemanejes que la convierten en ciénaga de indocumentados con relaciones no parecen a nadie un escándalo nacional? ¿Por qué, en definitiva, somos tan cutres que no interesamos a nadie más allá de nuestras fronteras y vienen medianías de lejos a hacernos sombra?

Lo más ridículo es que, ante esto, hay quienes se regocijan. Otros imitan modas exteriores y esperan que suene la flauta. Los más, simplemente, no dicen nada. Ni piensan cosa de provecho, no sea que les haga pupa.

Lo único bueno de este panorama espantoso es que cualquier cosa hecha con una mínima dignidad y capacidades suficientes va a llamar la atención. O esa idea me consuela. 

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