miércoles, 27 de abril de 2011

Alexander Lernet-Holenia.



No hace mucho (31/11/10) critiqué la última novela de David Monteagudo, "Marcos Montes", y mostré mis reparos. Uno de ellos era el no haber sido capaz de llevar a buen puerto la ensoñación, o fantasmagoría, en la que entra el protagonista y que, me pareció, estaba resuelta de modo bien torpe e insatisfactorio, casi infantil.

Me ratifico en ello, desde luego, pero no recuerdo haber comentado la sospecha de que Monteagudo parecía tener lejanas influencias del tronco vigoroso de la literatura europea de entreguerras que más me interesa. Y eso cuenta en su haber, sin duda alguna.

Me refiero a autores como Stefan Zweig, Joseph Roth, Arthur Schnitzler, obras como la estupenda y algo desconcertante "La Señorita Cristina", de Mircea Eliade. O las novelas de Alexander Lernet-Holenia.

Reconozco que de este último sólo he leído tres: "El joven Moncada", "El Barón Bagge" y "Marte en Aries". Ésta acabo de terminarla hace unos minutos, por lo que creo que sigo bajo su influjo, pero me ha parecido excelente, de lo mejor, casi tan buena como la de Bagge y muy por encima de "El joven Moncada".



(Éstas son las más accesibles actualmente, si bien Ed. Caralt y Plaza y Janés, o la inefable Colección Reno, publicaron bastantes cosas suyas en los años 60 y 70. Intentaré conseguirlas en chiringos de viejo).

Pues bien: esto viene a cuento de que no he podido evitar el recuerdo de lo endeble en contraste con la excelencia. Sé que puede parecer injusto poner en relación obras clásicas con menudencias presentes, pero no veo de qué otro modo se puede valorar o establecer una mínima jerarquía en la realidad.

Dicho de otro modo: a estas alturas no podemos volver a la infancia, somos adultos, más sofisticados, menos inocentes. Literariamente hablando, aunque no sólo, estamos sobre (o debajo de) una enorme colina de precedentes que nos abruman pero, a la vez, alimentan nuestras capacidades. ¿Por qué no aprender de lo que nos es dado? La ignorancia de los antecesores no justifica nuestra torpeza. Más aún, la hace imperdonable.

Monteagudo me recordaba lejanamente la tendencia a mezclar sólidos componentes oníricos en la trama de sus historias, hasta el punto de que acaba uno de leerlas y todavía no tiene muy claro qué parte es real y cuál la ha soñado el protagonista. O si todo ha sido un sueño de muerte.




Lo que sucede es que Lernet-Holenia lo hace con clase, elegancia suma y una maestría en la utilización de recursos que pasma. Quizás este apasionamiento venga de mi envidia (sanísima, pero envidia, al fin y al cabo) por lo bueno que es el condenado y la satisfacción por lo bien que lo paso leyendo sus narraciones.

A pesar de ciertos altibajos, me tiene enganchado. Utiliza una prosa sobria, sin demasiada carga retórica pero clásica y elegante hasta la médula. Sus personajes parecen estar fuera de escenario. No se enteran, o deciden no enterarse, de los hechos que ellos mismos ponen en marcha.

Las descripciones son ricas, morosas a veces, pero tan bien escritas que no agotan la paciencia del lector. Más aún, crean la atmósfera necesaria para que las revelaciones se presenten como aldabonazos irreales. De ahí la confusión entre vida y muerte, entre sueño y vigilia.



No sé si ha quedado claro por qué me gusta este señor...

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