domingo, 19 de junio de 2011

Jorge Semprún.





No lo quiero evitar. A veces sienta bien hacerse daño. Releo "El largo viaje" y, buscando el episodio de los niños judíos acosados por los perros de las SS, encuentro lo siguiente: 


Yo estaba de pie en la gran plaza donde formábamos, ahora desierta, era el mes de abril y ya no tenía ninguna gana de que aquellas muchachas vinieran a visitar mi campo, aquellas muchachas con las medias de seda bien estiradas, con las faldas azules bien ajustadas a las caderas apetitosas. Ya no tenía ninguna gana (...) Tenía ganas de que se largaran, simplemente. 
-Pues parece que no esté tan mal -dijo una de ellas en aquel momento. 
El cigarrillo que yo estaba fumando adquirió un penoso sabor y pensé que, pese a todo, iba a enseñarles algo. 
-Síganme -les dije-. Y me encaminé hacia el edificio del crematorio. 
-¿Esto es la cocina? -preguntó otra muchacha. 
-Ya verán -contesté. 
(...)
Hago pasar a las muchachas por la puertecilla del crematorio, la que conduce directamente al sótano. Acaban de comprender que no se trata de la cocina y se callan de repente. Les enseño los ganchos de donde suspendían a los compañeros, pues el sótano del crematorio servía también de cuarto de tortura. Les enseño los vergajos y las porras, que siguen en su sitio. Les explico para qué servían. Les enseño los montacargas que llevaban los cadáveres hasta el primer piso, justo frente a los hornos. Las muchachas ya no tienen nada que decir. Me siguen y les enseño la hilera de hornos eléctricos y los restos de cadáveres semicalcinados que han quedado en los hornos. Apenas les hablo, les digo solamente: "Aquí está esto, ahí esto otro". Es necesario que miren, que intenten imaginar. Ya no dicen nada, tal vez ya están imaginando. Es posible que incluso estas señoritas de Passy y de "Mission France" sean capaces de imaginar. Las hago salir del crematorio al patio interior rodeado de una valla muy alta. Allí ya no les digo nada en absoluto, les dejo que miren. Hay, en medio del patio, un hacinamiento de cadáveres que alcanzará tal vez los cuatro metros de altura. Un apiñamiento de esqueletos amarillentos, retorcidos, los rostros del espanto.


Quien escribió estas líneas salvajes y bellas, un español de bien, ha muerto hace unos días. Sólo quería recordar. 

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