jueves, 23 de junio de 2011

Maquillaje de cercanías.





Lo he observado varias veces. A primera hora de la mañana, la mujer se sienta al lado. Parece algo dormida pero encadena los gestos con extraña precisión. 


Lleva consigo un bolso repleto de cosas imprescindibles. Comienza a sacarlas: un espejo redondo muy pequeño con el que se escruta el rostro durante unos segundos, minuciosamente, hasta que algún detalle entrevisto la hace reaccionar. Busca entonces un pequeñísimo pincel, toallitas, varios botes coloreados que abre con decisión y deposita en equilibrio perfecto, a pesar del traqueteo. 


También hace falta una brocha, y al cabo aparece de entre las profundidades, pero no, mejor con el dedo. Comienza a extender el rubor sobre las mejillas. Define, perfila, retoca, suaviza, unifica. Los labios son tarea de precisión, y los siluetea con un finísimo pincel antes de rellenar el espacio enmarcado con otro más grueso, plano, igual de preciso. Da infinidad de pasadas sutiles. Observa el resultado. 


Prosigue con los ojos. Hay lápices de varios tamaños y colores que sopesa y desecha hasta dar con el estupendo. Luego llegan las diversas sombras, que también le exigen un esfuerzo considerable. Primero, una clara para el interior. Otra de color terroso en la zona externa del párpado. Una tercera que ya no logro identificar con el evidente propósito de hacer más coherente el dislate cromático que ¡oh, maravilla!, empieza a parecer una sombra de ojos como las de cualquier mujer que te encuentras por la calle. Y yo sin sospechar el ingente trabajo, la erudición lúcida que hacen falta para lograrlas. 


Es un proceso mixto entre la efusión de coquetería, lo vulgar y el espectáculo circense, con sus dosis de suspense incluidas: ¿acabará sacándose el ojo con el perfilador? 


No por ello deja de ser absorbente. Hechiza al espectador involuntario de tal modo que en todo el trayecto apenas puede pensar otra cosa que dónde encontrará el próximo potingue y en qué misterioso rincón de su rostro sabrá aplicarlo con eficiencia. 


En un momento dado volví la cabeza y vi que había no menos de seis personas tan embobadas como el que suscribe siguiendo sin parpadear las maniobras de la señora. 


Lo que me lleva a pensar que o bien nadie tiene nada mejor que hacer a las siete de la mañana o que la aplicación minuciosa y diestra para conseguir la inepcia sigue siendo subyugante.


 

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