martes, 12 de julio de 2011

Cercanía de las flores.


Hace una semana descubrí flores atadas a una farola cercana a mi casa, junto al paso de cebra por donde suelo cruzar. También habían pegado fuertemente la foto recortada de un hombre de unos cuarenta años. Por su aspecto y por la banda con letras doradas supe que era rumano. A los pies, como recuerdo del accidente, media docena de cirios se iban apagando con las arremetidas de la brisa matinal.

El choque debió de ser salvaje. Todavía quedaban vidrios rotos y algo oscuro que habían enjugado con serrín y se secaba al sol de la mañana. Algunos comentaban: "Iba a 110 por hora. Lo ha desplazado hasta allí, cerca del semáforo. Era un chico joven con el carnet recién sacado".

Me fui de la zona de cotilleo porque empezaba a ganarme esa sensación de desasosiego tan común cuando estoy ante algo inmanejable (y quienes lo manejan están inválidos para la aceptación de sí mismos, por lo que tampoco confortan el ánimo espantado: se limitan a cuantificar o exhiben el repertorio de posturas manidas).


Pasos más allá, la ciudad permanecía exactamente como se esperaba, con la circulación indiferente, las gentes tan vulgares como de costumbre, los colores del verano aprendiendo a acentuarse por el calor venidero. 


Hay una suerte de melancolía hastiada en estos inicios del ardor. Será que el cambio de temperatura desconcierta los sentidos. O hace que las ideas dejen de someterse al sentido riguroso de la vigilia. 


Como esos adolescentes que se besan y se besan y siguen en esa especie de empleo en que convierten el besar cuando se suponen observados por todo el que pasa. Simplemente por ser dos fundidos en el mismo hecho, sin placer ni excitación. Ideas alargadas hasta el sinsentido.

Las flores y los cirios siguen junto a la farola. Algunos se apagan con el viento. No llevo mechero y paso de largo, sin mirar demasiado, ahora que no puedo hacer nada.

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