martes, 17 de abril de 2012

Hacer entender lo complicado.



Estoy convencido de que lo que es humano y está hecho por humanos es para que otros humanos lo aprecien, entiendan o aprovechen. Nadie crea algo en la Tierra para los improbables habitantes de las Nubes de Magallanes, me imagino. 


Por ello, desde hace tiempo me he acostumbrado a pensar que si alguien expresa cualquier contenido de modo que es extremadamente difícil captar lo que pretende, es culpa del emisor del lenguaje, y no porque sea muy inteligente, sino por no saber expresarse.  


No quiero negar con esto la existencia de disciplinas más arduas o contenidos extremadamente técnicos de gran complejidad. Para penetrar en esos conceptos hace falta un bagaje especializado que a menudo lleva años de estudio y entrenamiento. 


Si, a pesar de todo, hay textos que resultan diabólicamente complicados, no es cosa de pensar que el neófito es un zote. Porque he constatado en numerosas ocasiones que te topas con un escrito indescifrable y a la vuelta de la esquina hay otro que lo explica en dos capítulos como si nada. No tendrá la misma profundidad, carecerá de su estilo refinado y sonará a zafio y pedestre, pero ahí están las ideas. Por muy complicado que sea algo, se puede desmenuzar y convertir en grageas digeribles. Más adelante, si el contenido interesa, ya se adentrará en las complejidades del original. 


Digo esto a cuenta de mis últimas lecturas filosóficas, algunas de inquebrantable estilo coñazo que no he dudado en tirar a la papelera, y otras amenas, apasionantes, lúcidas e incluso divertidas. 


Sí, divertidas, porque la evolución intelectual de un pensador puede ser tan apasionante como una novela, o mucho más. Todo depende de cómo se escriba: para un grupo selecto de especialistas volcados en alusiones autorreferenciales y detalles irrelevantes o para que el resto de la humanidad tenga derecho a averiguar si Husserl, pongamos por poner, es tan básico para la filosofía moderna como afirman muchos de sus seguidores, a algunos de los cuales ya he leído. Y entendido, que no es para tanto.


Para finalizar, un ejemplo personal: hace cinco o seis años tuve ocasión de dar clase a adultos en un pueblecito cerca de Alcalá de Henares. La mayor parte de mis alumnos eran personas de cierta edad que no habían podido terminar la Secundaria y alumnos rebotados del instituto que tenían una segunda oportunidad. 


Yo pensaba que impartir una materia como Literatura Española iba a ser imposible. ¿Se imaginan explicar la mística y la ascética a los más difíciles de los contornos? Pues me equivocaba. Y los alumnos no me tiraron por la ventana. Al contrario. Lo pasamos bastante bien y, al menos en rudimento, entendieron de qué iba Quevedo, o la Celestina, o el Romanticismo, o por qué Don Quijote es una novela fundacional. 


A otra clase, esta un taller sobre literatura, acudían cosa de una docena de "marujas", sea esto dicho con mi mayor respeto y admiración, porque se los merecen. Algunas estaban acostumbradas a leer. Otras lo hacían con algún problema. Pues bien: recuerdo que empezamos con un texto de Borges. Luego, Lope de Vega. Más tarde, Kafka, Homero, sonetistas del Renacimiento, Shakespeare, Melville, Cortázar, lo que se nos ocurría. Todo lo vimos con creciente entusiasmo de las doñas, que procuraban no faltar ni un solo día. Que conste que el entusiasmo era compartido por mí. 


Al final, un día en que comparábamos a Petrarca y Garcilaso con Du Bellay, una de ellas dijo de un soneto de este último: "¡Qué malo!". Paré la charla y aplaudí. Ellas no entendían. Les expliqué que estaba aplaudiendo, no la opinión de la alumna, que no compartía del todo, sino el hecho de que se hubiese atrevido a opinar, cosa que jamás habría hecho al principio del taller. "¿Sabes qué es esa exclamación?", le dije. "Un comentario de texto". 


Vamos, que todo tiene su técnica. Es cuestión de querer hacerlo comprensible. 

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