viernes, 14 de diciembre de 2012

La Bartoli en Madrid con la Kamerata Basel.


Había un sofá rosa en un extremo del escenario y allí esperó la diva, toda sonriente, mientras la estupenda, finísima Kamerata de Basilea interpretaba oberturas de diversas óperas de Agostino Steffani (1654-1728).

Cuando comenzó a cantar fue la debacle. Para mí, la parte inicial, con arias de "Tassilone", "Niobe, regina di Tebe" e "Alarico il Baltha", resultó la más espectacular. 

En un tempo lento y con una voz moduladísima, intensa, que inundaba el espacio hasta no consentir sino un silencio absoluto, de repente sentí que estaba inmerso en su delicada dicción, nadador sumergido en el flujo de esa voz exquisita, en una corriente de sensibilidad inacabable de la que no se adivinaba la orilla. Y seguía fluyendo con una calma poderosa que me arrastraba...

De verdad que lo de anoche fue de pasmo. No es solo achacable a sus inmensas dotes naturales, ni siquiera a la técnica depuradísima que gobierna con maestría. En realidad, se trata de inteligencia artística, de puesta a punto gozosa de tantos medios extraordinarios por una voluntad férrea y unas capacidades de interpretación, de entendimiento, quiero decir, que difícilmente se pueden encontrar en otra intérprete actual. 



Ayer yo tenía la sensación de estar asistiendo a un magno acontecimiento. Más aún, cuando cuatro voceras milaneses habían intentado agraviarla pocos días antes en la Scala. Así que hubo también un punto de reivindicación. Un punto. El resto estuvo más que justificado. 

La segunda parte del concierto, más vibrante, fue un ejercicio casi gimnástico de capacidades vocales que dejaban patidifuso al más pintado. Aquí el público ya no dejó de vitorearla tras cada aria, cosa que ella agradeció con una naturalidad no exenta del tono profesional que se espera de una artistaza como ella. 



 Porque a ratos estuvo ligera, graciosa, divertida. Otros, brava como las tempestades de agudos que nos lanzaba sin compasión. También se la vio sufrir con las heroínas de las óperas que desgranaba. O coquetear con las flautas, o competir a gorgoritos con la trompeta barroca, que cada día me parece de ejecución más dificultosa. 

Y los bises, tres arias de Haendel, incluida "Lascia la spina", que, a pesar de ser muy consabida, sigue emocionándome, fueron el final de fiesta más espectacular que recuerdo desde lo de Jaroussky en el Teatro Real. 


¡'Vaya noche!


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