domingo, 24 de noviembre de 2013

"Middlesex", de Jeffrey Eugenides (II).





La tradicional búsqueda de la "Gran Novela Norteamericana" por parte de todo escritor de fuste que haya surgido en los últimos cien años, por lo menos, es cosa que no deja de resultar algo chusca, vista desde fuera de USA. 

De hecho, no soy lector que vaya a tragarse ingentes montañas de datos sobre la evolución de tal o cual aspecto del Imperio. Me la suda. Sin embargo, Eugenides ha logrado que me interesase por la peripecia de tres generaciones de greco-norteamericanos, cosa que me tiene por completo sin cuidado. 

La capacidad de atracción de "Middlesex" es triple, cuando menos: por un lado el tratamiento complejo y minucioso de (algunos) personajes principales. Por otro, la enorme capacidad para la elipsis narrativa, que se dice, en quien páginas antes se demoraba lo indecible en contar el ambiente negro de Detroit, por decir algo, y no lo más pormenorizado. 

Y, no en último lugar, me he quedado encandilado por el lenguaje. La fluida prosa de Eugenides no es solo pirotecnia verbal (aunque la hay, y quizás en demasía) sino un flujo embalsamador que nace de la pasión por las figuras que está retratando y sus problemas, tan básicos y a la vez trascendentes. 

Incendio de Esmirna, 1922


Recuerdo el afecto de Callie por su abuelo Lefty, el primero en llegar a Estados Unidos. O las dudas y confesión final de Cal, ya adulto, a Julie Kikuchi, por quien se siente a la vez atraído y amedrentado. O la delicadeza con que retrata el comienzo de la relación a sus catorce o quince años entre ella y Oscuro Objeto, su compañera de clase, poco antes de la revelación que dará un vuelco definitivo a su vida y la hará entrar de bruces en el mundo de los adultos. 

Detroit, julio de 1967.


O la reconstrucción de los disturbios e incendios de Detroit en 1967, con una escena casi onírica: Callie, de niña, siguiendo en su bici la marcha de un tanque de la Guardia Nacional que irrumpe en el centro de la ciudad para encontrarse con su padre, que se atrincheraba en el negocio familiar. 

Hay también humor, no en vano se ha calificado esta obra de "comedia épica", pero no es del tono que me gusta y, salvo en contadas ocasiones, no le he prestado demasiada atención.

En cuanto a la primera persona en que se narra casi toda la historia, me consta que el autor ha tenido la firmeza de mantenerla durante más de quinientas páginas, a veces salpicada de tonos arcaizantes ("Canta, Oh musa..."), a veces regocijándose en lo vulgar. Hay algunos despistes que no acabo de entender (la aparición de un tal señor Cho, creo recordar que se llama, para introducirnos torpemente en el antro de San Francisco donde actúa Cal es uno de los más llamativos). 

Sin embargo, el efecto general es de una gran consistencia, con momentos inmejorables y la sensación de que este autor ha conseguido algo poco frecuente: que me haya replanteado los modos y las formas de mi próximo proyecto y, aún mejor, que no haya dejado de tener la mente ocupada con esta bella historia por espacio de más de dos semanas (1).

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(1) En los últimos tiempos, sólo me ha pasado lo mismo con Yasunari Kawabata. Ahí es nada. 

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