sábado, 24 de mayo de 2014

Bisoñez perpetua.



No suelo comentarlo, pero uno de los mayores empujes para volver a la escritura, sobre todo cuando se trata de prosa, es la inexperiencia. 

Por supuesto, me refiero a mí. No creo haber leído esto en muchos otros escritores. Se trata de la sensación de que con cada nuevo proyecto, tan largamente meditado y madurado, estoy como cuando era adolescente y planeaba grandes obras que, por descontado, han sido imposibles de llevar a cabo. O no tanto, porque en mis novelas suele haber un germen de temas, de ideas muy anteriores, que en su mayor parte tienen origen en experiencias de inmadurez. 

Pero decía que el enfrentarse con una novela todavía sin diseñar por completo, aunque con las líneas generales ya bien definidas, es como dar un salto al abismo. No porque dé miedo, a estas alturas ya nos vamos conociendo y hay recursos para aderezar casi cualquier desatino, sino por la indefinición del resultado final, que a veces no se parece demasiado a lo imaginado en bruto. 

Es que el lenguaje, igual que la narración, ya lo he comentado, tiene sus propias reglas, sus ritmos y engranajes. No se pueden forzar impunemente. La única solución está en adaptar a las sinuosidades de la materia lo que ideamos de un modo concreto sin estragar el resultado, sin que se note la tramoya del autor. Si se está obligando a que los seres autónomos se comporten como peleles, eso se percibe. Eso chirría y no es creíble.  



Por ello, a veces sucede que me surgen personajes inesperados, o que actúan de un modo que no se me había ocurrido pero "es lógico" que lo hagan de ese modo. Los hechos anteriores lo exigen(1) y llevan a que sucedan tal y cual cosa, a que aparezca un contrapeso, un equilibrio para el excesivo protagonismo de tal personaje, etc. Es cuestión de encajar las piezas con que se cuenta y ver si quedan huecos o algunas se solapan. Pura arquitectura, aunque elaborada con menos frialdad y más instinto. 




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(1) Este es uno de los (menos importantes) argumentos que sostengo en contra de la existencia de dios: su inutilidad. Aun suponiendo que existiera, una vez dadas las condiciones del universo, no estaría capacitado para actuar sobre él, para intervenir en la Historia, lo mismo que un narrador eficaz no puede forzar la maquinaria de su novela para que sucedan cosas inviables. Acaba por destrozarla. De ahí que, si no puede hacer nada, ¿qué más da que exista o no? ¿Acaso importa la existencia real, física, del autor cuando se está leyendo su texto? 
Ya digo que es un argumento menor: otro más importante sería el de su pertenencia necesaria al universo del que se pretende que ha sido creador: una contradicción flagrante. 
Para más argumentos, estos de tipo científico, recomiendo encarecidamente "Un universo de la nada", de Lawrence M. Krauss (Editorial Pasado & Presente, Barcelona, 2013). Tras su lectura no se puede pensar del mismo modo, lo aseguro. 

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