sábado, 24 de mayo de 2014

Literaturas podres.

El trabajo es, desde cualquier punto de vista que lo consideremos, la única forma de solventar el antiguo y bastante desfasado problema del talento en esto de las letras. 

La práctica constante da la excelencia, eso sin duda. Pero para ello hay que huir de la rutina. Las mejores cabezas se embotan ante la presión incesante por publicar novela tras novela. Ahí tenemos el caso de Juan José Millás, prosista de innegables capacidades, de esos que te llegan a dar envidia cuando le lees artículos o algunas obras de su primera época. 



Ahora no suele publicar más que pijadas complacientes que provocan lástima por lo que podría ser y no deja que aflore, ahogado en comercialidad y livianas gilipolleces.

Partiendo de las consabidas dotes, necesarias para ejercer cualquier oficio, hacen falta también dos cosas imprescindibles: técnica y sentido crítico, o rigor, o como quiera llamarse.

Técnica, porque no se puede escribir de cualquier cosa  y porque no todo se puede expresar de cualquier manera o con las mismas herramientas literarias. Rigor, porque antes de narrar deberíamos plantearnos quién, qué y por qué se cuenta lo que aparece luego en la novela. Y luego, no desviarse de esa línea. 

Es que estoy aburrido de narradores pseudo-omniscientes, expertos en opinar por razones altamente espúreas, que cambian de plano con pasmosa facilidad, que se extravían y vuelven cuando al autor le interesa, sin mayor lógica ni explicaciones al lector. Todo ello, en aras del efectismo y la "facilidad de lectura". 

Últimamente he detectado en algunos nuevos narradores cierta tendencia al "aquí vale todo", tan caduca y arbitraria que casi resulta subyugante ver cómo la cultivan a troche y moche sin el menor reparo, sin que se les caiga de vergüenza la cara literaria, que deben de tener de hormigón novecentista. 

Normalmente les salen curiosos churros, pero a veces dan el pego, y ahí está su peligro. En un país tan analfabeto como este en cuestiones culturales, la masa lectora no diferencia entre best-sellers descarados y obras con más calidad, o que aspiran a tenerla. Sólo interesa el entretenimiento, los fuegos artificiales de recetario anglosajón, la tranquilidad para esas mentes arrasadas por una elemental falta de criterio. 

En fin, tampoco es cosa de dar recetas de una sola dirección, porque lo bueno del arte es que adopta formas insólitas y consigue grandes resultados con medios que en principio pueden parecer poco apropiados. El único salvoconducto es el gusto educado por buenas lecturas y un cierto sentido común que nos saque del cenaco en que más de una vez nos quieren ver metidos esta panda de filisteos. 

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