viernes, 2 de mayo de 2014

Espárragos y alcachofas.



De toda la vida, los espárragos blancos, los cultivados en primorosos bancales de tierra prieta, tenían que ser blancos. Se trata de frutos subterráneos que, en cuanto aparecen al exterior antes de tiempo y el sol tiñe sus puntas, pierden la mayor parte del valor. 


Sin embargo, en mis paseos por tierras francesas he comprobado que espléndidos espárragos de tamaño considerable y una apariencia perfecta se venden con las puntas moradas, sin que por eso su precio caiga en absoluto. De hecho, esa es la tónica habitual en los mercados callejeros que te encuentras por todas las ciudades. 

No sé. Ando perplejo. Pasa como con el asunto de esas alcachofas enormes, cultivadas en Cataluña, Francia y otros muchos lugares. Si no están prietas y tiernas y no puede comerse su corazón ¿de qué sirven?

Al parecer, es costumbre asarlas cuando son como cebollas y solo chupetear la mínima parte interior de las mismas, quedándose con la esencia, como quien dice, untada en rica salsa. 



Para alguien acostumbrado a comer en menestra las de Tudela, por poner un ejemplo, lo anterior parece medio sacrilegio. Y, sin embargo, hay gentes que no lo conciben de otro modo. 


















Pues bien: prefiero disfrutar de ambas variedades, cada una en su momento y en un contexto diferente. He descubierto que raer hojas de alcachofa también tiene su aquel y que hay espárragos muy ricos que no mantienen la compostura de los auténticos de la denominación de origen. 

Por cierto: no estaba hablando de gastronomía. En absoluto. 

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