sábado, 25 de abril de 2015

Tubérculos.



Hay tubérculos de verdad que siguen escondidos bajo capas. Capas de tiempo, de postura, de formación. Capas y capas que se amontonan en forma de piel mental y nos recubren sin que prestemos ninguna atención a lo que palpita bajo tanta presencia. 

Algunos cineastas, también los escritores (muchos de ellos, franceses y de clase media) se esmeran en repelarlas, descubriendo lo que hemos de considerar tristemente cierto, verídico. No estoy tan seguro. Muchos procesos de desvelamiento, y en esto me remito a Heidegger, generan algo que a su vez enmascara y deforma, adecuando lo mostrado a lo que se deseaba conocer, así como a quien rebusca. 

Hoy, en el Matadero y luego en el Mercado de San Fernando, en la calle Embajadores, he sentido que no era mi lugar. Y es que el esplendor alternativo de Lavapiés, entre otros lugares del mismo pelaje, se me antoja como volver a los setenta y primeros ochenta. Mismas actitudes, mismas posturas, caras equivalentes. Si hasta la forma de vestir parece un aggiornamento de la progresía más petarda de la transición. 

Hoy he estado en contacto directo con estratos de mi memoria que creía asumidos. No lo están. No me acabo de llevar bien con esas actitudes condescendientes con su propia precariedad intelectual. 

No nos subamos a la parra: tampoco soporto la mía. ¿Tantos años pasados y aún no soy capaz de relativizar la estupidez? ¿Aún me afecta no poder aguantar a aquellos con quienes debería ser afín? 

La evidencia me muestra que no los tolero, pero de una manera mansa, sin la visceralidad que provocan los del extremo opuesto de la tabla: aquellos que también viven del mismo modo que sus padres, incluso que sus abuelos, de quienes parecen haber heredado los caracolillos y el jersey al hombro. 

Creo que ambos grupos comparten una cosa: en Embajadores también sonaban sevillanas, y otros días las he visto bailar. 


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