lunes, 16 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (III)




A ver si nos aclaramos:

La estrategia de la posmodernidad no me parece mal en absoluto. De hecho, la considero oxigenante y necesaria. Cada cierta cantidad de tiempo, difícil de determinar pero que cuando llega se impone por su propia fuerza, es preciso arramblar con todo y hacer tabula rasa de la tradición, matar al padre para redimir al abuelo, rescatar lo necesario y purgarse de accesorios y tal y cual.

Aceptado. Yo mismo he pecado de tales excesos y no sólo no me arrepiento sino que todavía sigo empeñado en los más de ellos, mal que me pese. Otra cosa es que me hagan el menor caso.


Lo que no acepto de tan buen grado es esa grosería artística, ese exceso de evidencia, ese exhibicionismo que calificaría de impúdico o insultante, depende de cómo se considere.

Porque ¿quién no ha introducido elementos de la cultura popular, al menos si ha vivido y creado en este planeta en los últimos veinte o treinta años? ¿A quién no le ha parecido que debía aniquilar el criterio ramplón del realismo, pero también los excesos culturalistas y experienciales? ¿Quién no se ha sentido decepcionado por la vuelta mimética a lo peor del XIX, al contar (atolondradamente) por el mero contar, al efectismo facilón de tantos que ahora mismo perpetran cuentecillos al por mayor?¿Quién no habla en sus narraciones de política o de cuestiones sociales? ¿Y a quién, finalmente, no se le antoja este momento como el peor de los últimos cincuenta, cien o doscientos años (bisiestos)?

(Desafío al lector medio a que me diga qué le ha llenado de verdad, pero de verdad de la buena, sea en prosa o verso, de la producción desde, pongamos, la 1ª Guerra del Golfo. Y anda, que no ha llovido...)

Pero de ahí a que me digan cómo he de entender una obra de arte, qué debo pensar para que su mensaje rupturista llegue a mis cortas entendederas, de qué modo debo absorber las intenciones del autor... Vaya, exceso de evidencia, falta de finura, grosería en términos artísticos. 

En su teoría parece que prima explicitar la intención, colocarla en un primer orden de importancia en la valoración de la obra. También eliminar o constreñir la libertad del lector (o espectador) de construir un sentido propio, no necesariamente en consonancia con el del autor. No el qué, ni siquiera el cómo se cuenta, sino el para qué. Lo que se me antoja una vuelta al rigorismo vanguardista, o al sectarismo revolucionario de lo más granado del siglo XX.

Yo no estoy por la tarea. Si algo tengo claro es que cualquiera (un lector mío, por ejemplo) puede ser tan listo o mucho más que yo. Por lo que no veo procedente tratarlo de imbécil. Demos, por lo menos, la oportunidad de que adivine la tramoya. No tengo intención de mostrarla a las claras salvo, claro está, que me interese hacerlo por motivos inherentes a la obra. Lo demás es de una soberbia chulesca que se me antoja impresentable. O un dirigismo intelectual propio de las dictaduras. Yo soy un profesional y sólo instruyo cuando me pagan por ello.

Esta repulsa es un sine qua non de mi acción creativa. Por lo mismo, aquellos neones fantasmales en que indican: PIEDAD o sugieren: PIENSA, RECUERDA, etcétera, la verdad que no me los trago. Aún recuerdo una lejana visita al MACBA, en Barcelona (excelente edificio para contener una colección inane, aunque tengo oído que ha mejorado mucho) de donde salí con la sensación de haber sido estafado descaradamente. 


Y tampoco estoy por prescindir de algo tan inherente al hecho literario (y no sólo) como el aspecto estético. Me importa tres pitos el contenido si no va vestido de gran gala. Ya puede ser el colmo de la profundidad y la virulencia, que no pienso aguantar una triste página si no está competentemente escrita. Por ahí no paso. Prefiero al "torpe pero voluntarioso", como decía aquél, que al desdeñoso de la forma por motivos de tendencia.

En cuanto a lo de que cualquiera puede ser artista, no sólo es una proclama sino realidad palpable. No hay más que ver la reacción de cualquier persona recién conocida cuando le comentan que me dedico a escribir. "Ah, a mí también me gusta mucho", replica invariablemente. Luego el repertorio varía: "yo llevaba un diario de jovencita", "me gusta contar lo que me sucede todos los días y tengo un blog divertidísimo; mira, te doy la dirección", "oye, ¿tú no podrías hojear lo que tengo guardado en un cajón desde hace diez años y decirme qué te parece?". Y suma y sigue. Los quince minutos de fama están casi garantizados, doy fe. 

Así que, por lo general, oculto mi condición ante los desconocidos. Por cierto: aún no me consta que ninguno de ellos haya comprado algún libro mío. Ni por curiosidad de saber qué tal lo hace el tipo ese tan engreído que conoció el otro día. Ese que sugirió que no todo vale, por muy verdadero que se sienta. Y que, si todo valiera, no sería de cualquier modo.

Por lo menos, no todo lo escrito es literatura. La cuestión ahora es: ¿por qué un texto es literatura y no mero chascarrillo? ¿Se diferencia en algo uno de los chistes que te cuentan el el bar junto a la oficina de los que introduje en Parece septiembre? Dejo el asunto para los críticos, que de buena gana me censurarán. El hecho es que no deseo ser un especialista en el autor o el tema que ha escogido para su obra. Igual que no quiero saber de mecánica para conducir mi coche.

De todos modos, en este país de tan floja implantación cultural los nuevos credos suelen asumirse acríticamente, con el furor del converso. Y os aseguro que me da muchísima pereza adaptarme a otra vague, secta o tendencia que, además está más pasada que el charlestón.

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