viernes, 13 de agosto de 2010

Prohibir lo que se antoja



Estos días que, por circunstancias, tengo que pasar en Cataluña, recuerdo antiguas impresiones de cuando trabajaba y vivía aquí. Y no, definitivamente, no me gusta el catalán. Me suena a híbrido entre español y francés, su fonética chirriante ataca la sensibilidad, la literatura local apenas me interesa y esa paranoia victimista de que llevan cuarenta años haciendo gala crispa los nervios dialécticos del más pintado. Joder, que está chupado entenderlo y no es tan difícil hablarlo con cierta fluidez. No es para tanto.


No obstante, y a pesar de que tengo docenas más de prevenciones contra esta gente, a la vuelta me veo defendiéndolos en Madrid. Más que nada, porque la crítica ignorante resulta peligrosa. Igual que me encanta poner a caldo a Zaragoza porque conozco bien sus defectos, me revienta que se critique injustamente o se aplique el tópico, sin más. Ya no vamos montados en burros ni hablamos con la máquina del tren. Tampoco Cataluña es ese lugar hostil que desearían ciertos cabestros de la capital.


No se puede insultar con eficacia sin tener conocimiento íntimo del insultado. Es decir, sin comprenderlo. Tampoco se puede prohibir algo por el simple hecho de que no guste, no se entienda, ataque la sensibilidad, choque con nuestra manera de ver la vida o nuestras creencias. 


Nunca jamás se me ocurriría prohibir la práctica del boxeo, deporte que no me acaba de gustar, por la misma razón que, incluso en un mundo ideal, no perseguiría el catalán o cualquier otra lengua local, por inútil que pueda parecer vista desde fuera, por poco o mucho que nos agrade. 


Sin embargo, escritores que, para mi sorpresa, no han dudado en defender el sacrosanto derecho de ciertas mujeres a mutilar su presencia, su voz pública, su autonomía personal, sus derechos más básicos por el medio de llevar unos trapitos, llámense hiyab, niqab o burka, son los mismos que defienden a capa y espada la prohibición de los toros.


Para mí que esto es el mundo al revés. Por un lado, la liberal sociedad en que vivimos permite que las mujeres islámicas sean silenciadas en su vida pública por motivos supuestamente religiosos. ¿Qué pasa con los últimos treinta años de liberación femenina e igualdad de derechos y responsabilidades? A la mierda, supongo. Si hay asuntos de moritos por medio, vamos a olvidarnos de esas zarandajas. Que se arreglen entre ellos.


Por otro, vuelvo del extranjero y me encuentro con la edificante noticia de que personas a las que no gustan los toros y que representan a muchas otras más a quienes no creo que hayan preguntado nada al respecto han tenido el cuajo de prohibirlos en Cataluña. Sin más.


Mudo de asombro ante tanta modernez, me pregunto por qué los politiquetes locales no se dedican a dar la tabarra en otro lado donde realmente haga falta y, por otra parte, qué piensan hacer para seguir protegiendo a los animales. Prohibir la matanza casera del cerdo sería algo en su línea, así como la caza y pesca deportiva (no la industrial: esa no da placer y, por lo tanto, vicio, que es lo que en verdad se prohíbe). Por cierto: esta idea es de raigambre estrictamente judeo-cristiana, y católica, por ende. No sé si alguien se ha dado cuenta de ese sutil aroma a sacristía.


¿O es que van a crear dehesas públicas en el Delta del Ebro para mantener rebaños de reses bravas y que no desaparezca la especie? De otro modo, ya se sabe: si un animal doméstico no rinde, se elimina. Piénsese en el simbólico asno, o ruc, como lo llaman por aquí. A partir de ahora, como no veamos toros en el zoo o en los libros de Historia Natural... Bonita manera de proteger especies animales.


El aire inquisitorial de esa gente, disfrazado de sensibilidad y defensa de derechos de los que no los tienen (los animales, no; las personas, sí, a ver si se enteran) es de dar miedo. Supongo que dentro de poco querrán garantizar mi derecho a no ver películas porno (degradantes para la condición femenina, o masculina, o animal, o transexual), a no desafiar la voz de la mayoría, ya que vivimos en democracia, a no mirar a la gente a los ojos, por aquello del derecho a la imagen y la intimidad...


Que sí, hombre: ya se sabe que si prohibimos todo aquello que no nos gusta, no hay quien nos pare. La cuestión está en por qué los bienpensantes no llevan las teorías al límite. Tanta sensibilidad atribuida a los rumiantes y tan poca a otros animales inferiores, incluso a los vegetales. ¿No se ha demostrado que las plantas también sufren al ser tronchadas? Pues eso, todos a comer piedras. A no poder matar piojos ni cucarachas. A dejar que los tumores se desarrollen y medren, ya que están llenos de vitalidad. 


Por cierto: ¿de dónde sacan esos que la vida ha de ser un cuento sensiblero y tontorrón?

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