miércoles, 18 de mayo de 2011

Gustav Leonhardt





Ayer sucedió. A las siete y media de la tarde, en el Auditorio Nacional de Madrid. Sala de Cámara. 


En el centro del escenario no había más que un clavecín de color azul cielo. Delante, un anciano de más de ochenta años delgado, sobrio, elegante, con su mano izquierda enfundada en una suerte de mitón negro. Se colocó unas gafas de pasta igualitas que las que podría haber usado mi abuelo y comenzó a interpretar. 


El repertorio era de lo más variado, desde los highlights del barroco español (Correa de Arauxo, Bruna, Cabanilles, Scarlatti, Blasco de Nebra) a los del alemán (Pachelbel, Böhm, Bach). Apenas hora y media, pero quién necesita más cuando has tenido delante de tus ojos (y de tus oídos) a una de esas leyendas de la música que nunca pensaste que podrías disfrutar. 


El hombre, que parecía encontrar excesiva la ovación con que se le recibió de entrada, simplemente se sentó al teclado y, casi de golpe, atacó las piezas. Cada una con su matiz, con aparente ligereza las más evolucionadas, con torpeza conmovedora las más toscas (falsamente toscas, desde luego). Una lección de sabiduría musical y destreza interpretativa. Pero aportando su visión en cada momento, descifrando la sensibilidad del autor, de la época, de la ocasión. 


Por supuesto, todos tenemos nuestras pasiones. Al final del concierto, antes de acometer cierta "Aria variata alla manera italiana", de Bach, se puso de pie y, con voz modulada y en un inglés delicioso, nos explicó qué opinaba de la época en que pudo ser compuesta esta obra juvenil del genio, cómo le emocionaba su sencillez y, al mismo tiempo, le resultaba maravillosa por la riqueza de sentimientos que era capaz de expresar con dos tonalidades básicas repetidas ad infinitum. Nos habló de la maravilla extraña que era esa música, de una vida aparentemente anodina donde se encerraba brillantez y pasión como no se habían conocido. En realidad, pienso que nos estaba hablando de su vida. 






Y al final, de propina, tras salir a saludar unas cuantas veces, nos entusiasmó con una de las Variaciones Goldberg. Hubo gente que lloraba, aplaudiendo en pie, vitoreando al vejete. Yo no, por supuesto. Yo soy un hombre y no me dejo arrastrar por la emoción. Por eso esperé un ratito sentado en mi butaca hasta que todos hubieron abandonado la sala. No era cosa de. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

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abrazo