miércoles, 14 de agosto de 2013

Barrio Rojo.



Recuerdo la primera vez que visité, hace ya demasiados años, el Barrio Rojo de Amsterdam. Fue por sorpresa, deambulando al azar por las calles de una ciudad que siempre me ha resultado algo caótica, como si ensayara extenderse en mi mente por muchos canales más de los que la vertebran. 

Ahí estaba yo, contemplando a una mulata en ropa interior blanca que se contoneaba pasmosamente y me hacía señas con los labios, los dedos, con todo su cuerpo. A mí. Al parecer, era el único parado delante del cristal. La escena era tan bárbara que tardé un punto en reaccionar. No comprendía.

Pasé al siguiente escaparate iluminado. Dos jovencitas de origen eslavo simulaban acariciarse con pasión. Una de ellas miró al curioso impertinente. Me fui de allí antes que reaccionara, llevando una imagen excesiva de puntillas y lazos desbocados cabalgando mi memoria. 

Verdaderamente, no me decidía a considerar si lo obsceno superaba a lo sórdido o si primaba el componente kitsch. Pero había una innegable sensualidad en el conjunto que no llegaba a despejarse tras la ducha de grosería aportada por los clientes. Sus entradas y salidas, abrochándose los cinturones, sus negociaciones burdas en un idioma desconocido. Aunque la palabra sería, más bien, rapacidad. Por ambas partes, desde luego. No vamos a crear mártires. Para eso, el interesante vídeo que encontré en youtube. 






Lo mejor es ver la cara de los transeúntes.

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