jueves, 23 de mayo de 2013

"Capitulares", o sobre inteligencias.



Estoy de acuerdo con Enrique Nieto, un compañero de afanes que habla en facebook, muy ecónomo él, de la inteligencia como flow, no como stock. O sea, un elemento activo, mercurial, evanescente. Propicio al ocultamiento igual que a las riadas desoladoras. Siempre me ha parecido algo como músculo o tarea de esfuerzo ingrato. 

Otro compañero de antaño, Jaime Lapeña, músico, profesor y persona más valiosa de lo que él mismo cree, comentó un día que estaba harto de oír: "me gustaría saber tocar el piano". En su lugar, decía, deberían comentar: "me gustaría aprender a tocar el piano durante años y seguir tocándolo todos los días de mi vida para no perder la destreza y dejar de saber". 

Soy gran admirador de escritores llamativos, de inteligencia fulgurante, pero al mismo tiempo desconfío de ciertos alardes. El artificio solo me agrada si está engastado en la necesidad. Es decir, si se justifica por sus propios medios y no pide adoración: resalta por sus dones sin ocultar los ajenos. Ahí está la verdadera superioridad. 

Y, aun así, estamos hartos de conocer lo tontísimos que pueden llegar a ser los muy inteligentes. Julien Gracq, por ejemplo, de quien he concluido sus "Capitulares". Ahí, un señor de sensibilidad hiperestésica (casi un pelín histérica) escribe párrafos de auténtica antología, a la altura de su mejor obra narrativa, al lado de gilipolleces que dan ganas de pelarlo con cazoleta. 

Me han molestado un par sobre una visita turística que hizo a la España de los cincuenta o primeros sesenta. Le debió de parecer un país feo, reseco, polvoriento. Describe, por ejemplo, el Escorial como una especie de cuartel de bomberos a lo grande (no sé si estoy tan en desacuerdo, porque tampoco es santo de mi devoción). Y de una corrida de toros solo recuerda la brutalidad, el animal acuchillado, etc. Lo de siempre. 

Mi abuela Libia decía: "Fulano es como los santos de Francia, que tienen ojos y no ven". Se refería a los de las iglesias del císter. O a los turistas galos, quién sabe. Pues eso sucede con los que no ven sino lo que no quieren ver, y no les gusta. Algo así como si un inglés llega a un restaurante de Lérida y no sirven más que cargols a la llauna. Seguro que sale horrorizado sin llegar a probarlos, y juro que son manjar exquisito. Cosas de no saber por dónde se anda. 

Vengo a decir que tanto el interior de España como una corrida de toros no son espectáculos de apreciación inmediata. Hay que saber ver para entender lo que se ve. Y eso solo se logra con adiestramiento. Porque un prado verde y una playa desierta son cosa de fácil aprehensión, qué duda cabe. Pero un paisaje de Belchite, La Mancha, las Bardenas o el desierto de Almería exigen otro aprendizaje. Hace falta enseñar a los ojos; se ve con la mente y el reconocimiento es más eficaz cuando se ha conocido: se goza lo ya experimentado.



No voy a adentrarme en qué consiste de verdad el toreo. Para qué. Quien no quiera escuchar dejará de leer al instante. El que conozca considerará mis palabras torpes, desajustadas o pretenciosas. De todos modos, recuerdo que la primera vez que fui a una corrida de toros no supe dónde poner la vista. Más adelante, instruido por mi padre y enseñado de los libros (no solo el Cossío) he disfrutado de momentos de auténtica emoción, de belleza inaudita, de furor y también de ternura. Y no creo que mi práctica diaria en el trabajo, pongamos por caso, no tenga nada que ver con las enseñanzas de esa modélica disciplina. Que se enfrente quien lo dude con una clase de treinta y pico adolescentes y sabrá lo que significa "parar, templar y mandar". O "dar una larga cambiada".


domingo, 19 de mayo de 2013

"Lamento della ninfa", de Monteverdi, por Anna Prohaska


Hace ya tres años, o así, enlacé otra versión del Lamento monteverdiano (entrada de 21/7/2010) a cargo de La Venexiana. Esta, más actual, no la mejora en nada, pero el clip me parece una puesta en escena estimulante y contemporánea, a pesar del (muy acertado) blanco y negro. 






Como entonces, solo se puede exclamar "¡Miserella!" ante una declaración de amor traicionado que surca la distancia de los siglos con la misma frescura que en su concepción.


jueves, 16 de mayo de 2013

Ahora, queridos niños, unos momentos de relax...



Con Laika & the Cosmonauts.




miércoles, 15 de mayo de 2013

Yasunari Kawabata



Yasunari Kawabata, de quien he leído casi todo lo que se encuentra traducido al español, es una de las aficiones literarias que más me han influido en los últimos años.

Cierto que accedí a él por uno de sus libros más inquietantes, "La casa de las bellas durmientes", pero cualquier otro ejerce esa misma fascinación de lo recogido que solo logra cierto tipo de poesía esencial. 

Incluso una crónica tan ajena a nuestro mundo como "El maestro de Go", que me llegó a las manos cuando ni siquiera sabía en qué consistía el juego de marras, fue capaz de atraparme por completo. Imagínense ahora, cuando conozco sus rudimentos y ya capto algo de la estrategia endemoniada de una cosa tan simple en apariencia como poner piedrecitas alrededor de las de tu adversario para capturarlas. 

Pero qué más da, si de lo que habla es del ocaso de un modo de entender el mundo, de las tradiciones, de la derrota final de una vida. Kawabata es un espíritu refinado, oculto, sutil. Sospecho que, bien sea por la traducción, bien por mi ignorancia supina, no capto ni la mitad de lo que debe de expresar su obra. Aun así, me encandila. 

Algunos de los relatos de "Historias de la palma de la mano" son perlas escondidas que, por mucho que despisten al principio, seducen con cada nueva lectura. O qué de decir de la estupenda historia de "País de nieve", o "La bailarina de Izu", ambas editadas por Editorial Emecé.

El comienzo de "País de nieve" es estupendo: 

"El tren salió del túnel y se internó en la nieve. Todo era blanco bajo el cielo nocturno. Se detuvieron en un cruce. Una muchacha sentada del lado opuesto del vagón se acercó a la ventanilla del asiento delantero al de Shimamura y la abrió sin decir palabra. 
El frío invadió el vagón. La muchacha asomó medio cuerpo por la ventanilla y llamó al guarda como si éste se hallara a gran distancia. El hombre se acercó con lentitud sobre la nieve, sosteniendo un farol en la mano. Llevaba bien cerradas las orejeras de su gorra y una bufanda que apenas dejaba una rendija para los ojos. 
Ese frío, claro, pensó Shimamura. Barracas dispersas que quizás habían sido vagones-dormitorio ocupaban la ladera congelada de la montaña. El blanco de la nieve se fundía en la oscuridad antes de posarse sobre los techos. 
-Soy Yoko. ¿Cómo está usted? -dijo la muchacha. 
-Yoko, claro. ¿De regreso? Ha comenzado el frío. 
-Sé que mi hermano ha venido a trabajar aquí. Gracias por todo lo que ha hecho por él. 
-La soledad se le hará dura. No es el mejor lugar para un muchacho como él. 
-Es una criatura aún. Pero usted le enseñará lo que haga falta. 
-Va bien por el momento. Estaremos más ocupados, con la nieve. El año pasado tuvimos tanta que las avalanchas detenían todos los trenes y el pueblo entero debió cocinar para los pasajeros demorados. 
-Veo que está bien abrigado. Mi hermano me decía en su carta que ni siquiera usaba manga larga aún.
-Solo me mantengo en calor si llevo cuatro capas de abrigo. Pero los jóvenes son así. Con los primeros fríos, prefieren beber que arroparse. Y, cuando se quieren dar cuenta, ya están en cama con fiebre -dijo el guarda y señaló con su linterna en dirección a las barracas. 
-¿Mi hermano bebe?
-No, que yo sepa.
-¿Está usted volviendo a casa?
-No. Tuve un pequeño accidente que me obliga a ver al doctor. 
-Cuídese, por favor. 
El guarda se cerró aun más el gabán que llevaba sobre el kimono y echó a andar. Por encima de su hombro dijo:
-Usted también. 
-Si ve a mi hermano, dígale que se porte bien -agregó la muchacha cuando el guarda se alejaba. Su voz era tan dulce que daba tristeza que reverberara en la noche helada".

Y siempre da la impresión de que los diálogos están desajustados, que en esa descripción minuciosa, sutil, casi anodina de la vida trivial de personajes tan poco relevantes algo se ha perdido en el trayecto de la página a los ojos. Por eso leo a Kawabata con suma atención: en cualquier detalle puede aparecer el hecho esencial, el dato imprescindible para entender el texto. 

O no. A veces me recuerda a "Dublineses", de J. Joyce. Es la atmósfera creada de modo imperceptible, lo que no se expresa pero permanece como una suerte de aroma delicado lo que nos da la clave. 

En cualquier caso, las páginas levemente perturbadoras de Kawabata tienen un efecto acumulativo demoledor. Y contagioso: estos días estoy pensando en aprovechar algo de sus enseñanzas para mi próximo proyecto narrativo. 


lunes, 6 de mayo de 2013

Leo en Babelia...




... Una interesante entrevista con Jeffrey Eugenides, el norteamericano autor de "Las vírgenes suicidas" y "Middlesex". No he leído ninguna de las dos, pero parece que acaba de publicarse en España "La trama nupcial", que versa sobre relaciones amorosas, y podría ser interesante.

En todo caso, saco a relucir la entrevista porque, aparte de listo, parece un tipo sensato y con las ideas claras. Entre otras, cuando dice que "en ficción lo más importante es dar con la voz que ha de conducir la narración. Cuando se da con ella, se trata de seguir sus indicaciones". 

Cierto. Es esencial contar con el "tono" preciso, como lo llamo yo, antes de embarcarse en la primera frase de una novela, aunque sea la clásica probatina para ver qué tal suena. No se puede desmerecer la importancia táctica del comienzo, y en el comienzo aparece sobre todo la tonalidad, la voz ajustada. Después hay trabajo desmesurado, artificio técnico, idas y venidas, rectificaciones, añadidos, lo que el texto admita. Pero el comienzo labra un surco del que difícilmente se podrá salir. De ahí que acertar con él resulte imprescindible para el escritor. 

No resulta tan atractivo Eugenides cuando cita sus influencias literarias, mayoritariamente anglófonas, y en particular a Nabokov, una de mis (poquísimas) bestias negras. De "Pálido fuego", su novela favorita, solo recuerdo que no logré acabarla y me pareció una tomadura de pelo, algo insultante. Supongo que no lo trago, y ya está. Qué le vamos a hacer. Pero nunca perdonaré al mamarracho sus opiniones absurdas y más que despectivas sobre el Quijote. Se nota que no entendió nada del libro. Debería haberse callado y nunca, nunca, haber dado clases sobre esa joya. 

Lo dicho: quedémonos con la sagacidad de Jeffrey Eugenides y pude que eche un vistazo a esta nueva novela de la que dicen tantas cosas apetecibles. 

viernes, 3 de mayo de 2013

Tareas de fin de semana. ("Capitulares", de Julien Gracq)



Adquirí el otro día en Antígona "Capitulares", de Julien Gracq, en Ed. Días contados. Cosa poco extraña, ya que soy admirador confeso de su obra desde hace bastante. Pero díganme si no tengo motivos al leer su comienzo: 

"Museo del oro de Bogotá: joyas, placas, pectorales, collares, copas de oro del Perú precolombino. Qué extraña sustancia es ese metal bárbaro que de entrada no reconocemos. No es oro esa materia lívida que reluce con acidez de latón, con erupciones rojas a trechos, y donde buscamos sin querer el primer mordisco del cardenillo, como tampoco es trigo esa mala hierba que encontramos, asilvestrada, en las mesetas de Etiopía: estamos, y se nota mucho, en presencia de una materia no sacralizada aún, no nombrada aún; y diríamos que eso la empobrece en su textura íntima, que la mengua en densidad y brillo: un primer balbuceo hacia la joya, un oro en estado naciente. El trato desconcertante que le dio al metal el artesano quechua tiene mucho que ver con todo ello: notamos que en este caso el orfebre se surte de esa materia como el alfarero se surte de arcilla, dando forma, juntas a una fíbula de exquisita filigrana y a una copa de medio kilo cuyo aspecto extraordinariamente tosco es el de un coco partido en dos. Porque el trato que le dan no va sino en estricta función de sus propiedades, de su aptitud para que lo martilleen en hojas o lo estiren en hilos, ese metal fabuloso les comunica a la vista y a la mano ese mismo extrañamiento sutil que los trozos de mármol que Duchamp talla como terrones de azúcar. 
Me recordó a las fotografías de grandes artistas de jóvenes, de estrellas antes de ser famosas, por lo blando, lo informe, lo indeciso, lo larvario que se desvela en ellas. Aquí sorprendemos el oro antes del toque de la varita mágica, cuando no era aún sino un pecado venal de la metalurgia".

Hay dos comentarios necesarios ante esta barbaridad:
a) Algún día quiero ser capaz de escribir así.
b) Que no deje de escribir, que me cuente más, lo que sea. 




"Theodora", de Haendel.




Es posible que alguno de mis pacientes lectores tenga cosa de tres horas y media libres y guste de estas musicachas que me van tanto. 

Así que propongo este oratorio de Haendel en una versión teatral demoledora (casi como si fuera una ópera), excelentemente interpretado, cantado tan bellamente que uno desearía haberlo visto en directo. El coro, por ejemplo, es espectacular. Pero es que todos los intérpretes están soberbios. 

De wikipedia he sacado el reparto del día de su estreno en pleno siglo XVIII:


PersonajeTesituraReparto el 16 de Marzo de 1750
Director:
Theodora (una cristiana de noble cuna)sopranoGiulia Frasi
Didymus (oficial romano, convertido al cristianismo)contratenor / castratoGaetano Guadagni
Septimius (oficial romano, amigo de Didymus)tenorThomas Lowe
Valens (gobernador de Antioquía)bajoHenry Theodore Reinhold
Irene (amiga cristiana de Theodora)mezzosopranoCaterina Galli


Así como la sinopsis argumental, aunque aviso de que a ratos da un pelín de vergüenza ajena. Suele suceder con casi todas las óperas (y similares): los libretos son espantosos. Sin embargo, la puesta en escena es fresca, tiene rasgos de humor bienvenidos en tema tan arduo y convence a los menos afectos, como yo mismo.

Sinopsis

En el siglo IV d. C., el gobernador de Antioquía, Valens, decreta que, con motivo del cumpleaños del emperador Diocleciano, todos los ciudadanos hagan sacrificios a las diosas Venus y Flora, bajo pena de diversos castigos. Para asegurarse de que su decreto se cumpla, pone al cargo a Septimius.
Didymus, amigo de Septimius, pide que los ciudadanos cristianos queden libres de castigo, lo cual deniega el gobernador Valens. Septimius sospecha que Didymus sea cristiano y afirma su propia lealtad a las leyes, pero también querría ser tolerante con los demás.
En la comunidad cristiana, Theodora y su amiga Irene se encuentran orando, cuando un mensajero irrumpe trayéndoles noticias del decreto de Valens. Irene disuade a los cristianos de que huyan, reafirmando así su fe. Cuando Septimius llega para arrestarlos, Theodora, por salir en defensa de los cristianos, no es condenada a muerte, sino a ejercer la prostitución. Irene informa de esto a Didymus, que tiene la intención de rescatarla o morir con ella. El primer acto acaba con el coro de cristianos rezando por el éxito de la misión.
Al comienzo del segundo acto, se está celebrando una gran fiesta en honor a las diosas. Valens envía a Septimius a decirle a Theodora que si no se une a la fiesta para el final del día, sería violada por los soldados. Theodora se encuentra atemorizada en elburdel, hasta que piensa en la vida después de la muerte. Informando a Septimius de su cristiandad y su amor por Theodora, Didymus llega hasta la celda, con el rostro tapado por el yelmo ocultando así su identidad, y le ofrece huir a Theodora. Temiendo por su integridad y deseosa de permanecer fiel a su fe, Theodora pide a Didymus que la mate, pero éste la convence de que Dios los salvará. Didymus le da su uniforme a Theodora y, disfrazada, escapa, dejando a Didymus en su lugar.
En el tercer acto, los cristianos celebran el regreso de Theodora sana y salva. Sin embargo, es culpable por poner en peligro la vida de Didymus. Un mensajero los informa de que Didymus ha sido capturado y de que Valens ha cambiado el castigo de Theodora por la muerte, castigo que ella prefería a ser prostituta. Irene protesta, pero Theodora vuelve para ofrecerse en lugar de Didymus. Mientras Valens está dando la sentencia de Didymus, Theodora llega y pide que sea ella la castigada y Didymus se salve. Los dos amantes, Didymus y Theodora, discuten para que el otro sea el que se salve. Septimius se ve conmovido por esto y ruega clemencia a Valens, que, sin embargo, condena a los dos a muerte. Tras esto, ambos cantan un dueto por su inmortalidad.

Les había avisado, ¿o no? Ahora, a disfrutar de la música, lo

único importante.