viernes, 10 de julio de 2015

"Doktor Faustus", de Thomas Mann.



Al menos es la tercera vez que leo esta novelaza y creo que, como suele suceder, he averiguado cosas que no había comprendido anteriormente. 

Como todos los buenos textos, me da igual narrativos que de cualquier otro tipo,  ha colonizado mi mente durante un par de semanas. He sido Adrian Leverkühn, o el pobre Serenus Zeitblom, el amigo-biógrafo tan devoto como inútil, aunque a la postre sea el único allegado capaz de hacernos saber sobre la vida del compositor genial. 

Y no porque Dr. Faustus sea una novela trepidante. En sentido estricto, las aventuras casi no aparecen en las más de setecientas páginas (con letra apretada) del volumen. Y, sin embargo, se hace apasionante. La aventura es intelectual, moral, espiritual, si se quiere. El recorrido vital de un ser condenado por propia voluntad que se despliega con todo lujo de detalles, a veces en escenas brillantes; otras, las más, terribles. Junto con discusiones sobre música, arte, religión, moral o historia que hacen más interesante si cabe la novela. 



De hecho, el final de la historia se me antoja algo rápido, precipitado, aunque no puede ser de otro modo. La decadencia final del protagonista está narrada con maestría pero sin exceso verbal, muy al contrario que el resto de su trayectoria. 

Esta novela es de las que, abierta por cualquier página, sorprende y encandila a partes iguales, tan bien escrita está.  
Y el paralelismo entre la exaltación, primero, y la caída posterior de la vida del músico genial y la evolución de Alemania bajo el nazismo y durante la 2ª Guerra Mundial es un elemento dramático más que da grandeza a una obra ya tendente a lo desmesurado, a la tragedia total.

A menudo leo esta novela como hago con el "Quijote": en verano y a saltos, deleitándome en tal escena, recordando otra que se me había olvidado, como si escogiera en un bol de fresas. Sin embargo, casi siempre acabo por repasar el volumen completo. Una delicia. 

domingo, 5 de julio de 2015

Bendecido.



Pocas veces sucede. Nunca en plural, por supuesto. Tengo la firme convicción de que en comandita no puede hacerse nada que funcione como es debido. Y, a menudo, tampoco yendo a mi aire. 

Salvo cuando llega la situación de empezar a crear. Entonces sé (porque estas cosas no se analizan ni se barruntan: se conocen al instante) que las potencias están desbordando el cuenco llamado cerebro y que ese rebosar genera inquietudes, dudas, miserias de diverso calado pero siempre imantadas por algo que las hace livianas y fructíferas. Es hora de pasar al lado de la producción. Las demás actividades, si bien permitidas e incluso necesarias, se quedan en el fondo. 

¿Sirven de contrapeso? Por supuesto, con tal que no molesten lo que ahora va a acaparar toda mi atención. Y es que pensar en lo ajeno exige siempre un alto grado de introspección.

Así que esta temporada, si no saludo o no respondo a una pregunta o sencillamente me quedo mirando a las avutardas o de pronto cojo un trozo cualquiera de papel y anoto furiosamente cualquier fruslería, no hagáis ni caso. Dentro de unos meses despertaré y volveré a ser el de siempre. 


sábado, 4 de julio de 2015

Communication breakdown




Lo recuerdo bien: esa era la canción de los Led Zeppelin que sonaba constantemente en el tocadiscos de la peña. También "Moby Dick". Creo que aquel día eran los únicos singles que quedaban intactos: poco antes habían sido fiestas y a saber qué fue de los otros.

A algunos les encantaba el inacabable solo de batería, a otros, la voz aguda de Plant y la potencia guitarrera de Page, con ese riff medio heavy que era entonces lo más de lo más. 

Aunque daba la impresión de que ya no lo escuchaban. Sentados de cualquier manera sobre colchonetas dudosas, sillas desvencijadas, un asiento relleno de algo indefinido que aún conservaba la forma de pesebre, todos estaban fumando. Observando. Calibraban al recién llegado. 

¿Cuánto había transcurrido desde que me fui? Dos años, tres a lo sumo, y ya no conocía a nadie. Sombras, anécdotas, recuerdos velados. Quería interpelarlos, mostrar mi antiguo conocimiento y los guiños que nos conformaban. Las cosas habían cambiado. Los rostros, aunque todavía reconocibles, no me respondían.

Alguien me abrió un botellín no muy fresco. Lo bebí como si me gustara, sin limpiar los retos de orín con la mano. Estuve unos minutos callado, observando los rostros en penumbra. 
Por fin, alguien rompió el silencio. Quería saber de mi vida. Pero entendí que no le importaba. Ni a él ni a ninguno de los demás. Salí del paso con vaguedades y entonces fui yo el que interrogó. ¿Qué había sido de fulano? ¿Dónde estaba el otro, mi compañero de tales y cuales andanzas infantiles? ¿Y las chicas? ¿Seguían como siempre? 

A veces se reían de mi ingenuidad. Claro, yo me había quedado estancado en los doce, trece años. Ellos conocían el resto, juzgaban con mejores datos, no se dejaban ofuscar por mis nieblas.


Tras aquella tarde decepcionante en una peña cuyo nombre no recuerdo, supe que tampoco pertenecía a ese lugar. Nunca más volví. 

Estoy dispuesto.


A veces me siento así. No porque haya exceso de felicidad ni las cosas se agranden en el cerebro, despegadas de sus justos sostenes de diario. Sencillamente, es una intuición. Por lo mismo que en otros episodios todos los males parecen confluir y se arraigan y reproducen durante largas temporadas de desgaste íntimo. 

Pero ahora no. Toca crecer, y en todos los sentidos. Siento que hay vida. Dificultosa, pero cuándo no lo es. Atrapada en las minucias que enredan todo entendimiento, sujeta al azar de lo que nos puede venir y casi nunca llega. Pero sí, entiendo que va a acudir a mi mente tan pronto me disponga a dejarla fluir por la yema de los dedos. 

Ya lo veremos.