sábado, 31 de mayo de 2014

"Introducción del Simbolo de la Fe", cap. XIV, IV


Dice un fragmentito de Fray Luis de Granada:

"Mas ya que la necesidad del mantenimiento nos obligó a tratar de los canes, añadiré aquí otra cosa, la cual servirá, no para todos, sino para aquellos que anhelan a la perfección de la vida cristiana, la cual vi representada tan al proprio en un lebrel, que no había más que saber ni que desear. 

Porque en él vi estas tres cosas que diré. La primera: que nunca jamás por jamás se apartaba de la compañía de su señor. La segunda: que cuando alguna vez el señor mandaba a alguno de sus criados que lo apartase dél, gruñía y aullaba y, si lo tomaban en brazos para apartarlo, perneaba con pies y manos, defendiéndose de quien eso hacía. La tercera cosa que vi fue que, caminando este señor por el mes de Agosto, andadas ya tres leguas antes de comer, iba el lebrel carleando de sed. Mandó entonces el señor a un mozo de espuelas que lo llevase por fuerza a una venta que estaba cerca, y le diese de beber. Yo estaba presente, y vi que, a cada dos tragos de agua que bebía, volvía los ojos al camino por ver si el señor parecía, de modo que, aun bebiendo, no estaba todo donde estaba, porque el corazón, y los ojos, y el deseo estaba con su amo. Mas en el punto que lo vio asomar, sin acabar de beber, y sin poder ser detenido un punto, salta y corre para acompañar a su señor. 

Mucho había que filosofar sobre esto. Porque el Criador no sólo formó los animales para servicio de nuestros cuerpos, sino también para maestros y ejemplos de nuestra vida, como es la castidad en la tórtola, la simplicidad de la paloma, la piedad de los hijos de la cigüeña para con sus padres viejos, y otras cosas tales. Mas volviendo a nuestro propósito, si el amador de la perfección tuviere para con su Criador estas tres cosas que este animal tan agradecido tenía para con el señor que le daba de comer por su mano, habrá llegado a la cumbre de la perfección".

Y todavía hay quien se extraña de que me guste leer a Fray Luis, bien sea el de León o el de Granada. Estoy persuadido de que desde esta época, o poco después, no se ha vuelto ha escribir con la elegancia, sencillez y soltura que encontramos en cualquier prosista mediano del Renacimiento. Por no hablar de Cervantes, que es caso aparte. 

Así nos luce el pelo literario. 

viernes, 30 de mayo de 2014

"El puente de Vauxhall", de Javier Sebastián.




Malo cuando tengo que andar buscando excusas para que las cosas cuadren con lo que siempre he pensado de ellas. Y no es la primera vez que me sucede con las novelas de Javier Sebastián. 

Suelo comentar que lo considero un buen narrador, con recursos técnicos y buena prosa. Sin embargo, cuando acabo de leer sus relatos no consigo sentirme satisfecho. Quiero decir: no me gustan. Bueno, tampoco es eso. No me acaban de convencer, sería más apropiado. En realidad, es que no sé qué hace este hombre, no veo qué pretende jibarizando de ese modo sus valiosas capacidades. 

Creo que es una cuestión estética, más que propiamente literaria. Otra vez no me estoy explicando bien: es como si decidiese a toda costa tomar una postura sobria, estoica, despegada e incluso displicente ante el hecho de narrar. Y que lo hiciese malgré lui, contraviniendo sus instintos e incluso sus dotes. He de decir que, lamentablemente, no le sienta nada bien.  



Cierto es que no da facilidades al lector, a mi modo de ver sin ningún contrapeso de sustancia narrativa que compense la relativa dificultad de centrarse en la lectura de unos cuantos fragmentos. Pero, superados los primeros despistes, la nula caracterización de los personajes, a menudo poco más que un nombre reiterado y los escenarios más bien parcos, que no dejan demasiada carne para la imaginación del lector, uno puede seguir la trama sin complicaciones. 

El caso es que, a menudo no apetece. Hace falta una cierta disciplina para terminarse algunos de sus libros. En este último, sin ir más lejos, el asunto de la muerte de Lady Diana Spencer en un túnel de París y una supuesta trama que, incomprensiblemente, urde su asesinato y el de una adolescente con quien se había relacionado, me importan un bledo. Ni me parece una historia atractiva ni Sebastián la hace más interesante. Todo lo contrario. Estoy todo el tiempo esperando ver si de pronto alguien hace o dice algo. Y, si mi memoria despistada no me engaña, esto solo sucede al final de la novela, en las últimas diez o quince páginas. Demasiado tarde. Me había desentendido mucho antes. 

No tienen sentido chuparse 225 páginas de minucias para seguir los devaneos de la memoria de una monja polaca, de su anónima interlocutora, que es quien narra la historia, y de los Lassange, Dolado y demás absurdos que aportan lacónicas minucias sobre los últimos días de vida de esa pavisosa de Lady Di. 



Me he aburrido con esta novela, y es una pena. Javier Sebastián es un buen narrador, aunque me cueste demostrarlo. 

sábado, 24 de mayo de 2014

Bisoñez perpetua.



No suelo comentarlo, pero uno de los mayores empujes para volver a la escritura, sobre todo cuando se trata de prosa, es la inexperiencia. 

Por supuesto, me refiero a mí. No creo haber leído esto en muchos otros escritores. Se trata de la sensación de que con cada nuevo proyecto, tan largamente meditado y madurado, estoy como cuando era adolescente y planeaba grandes obras que, por descontado, han sido imposibles de llevar a cabo. O no tanto, porque en mis novelas suele haber un germen de temas, de ideas muy anteriores, que en su mayor parte tienen origen en experiencias de inmadurez. 

Pero decía que el enfrentarse con una novela todavía sin diseñar por completo, aunque con las líneas generales ya bien definidas, es como dar un salto al abismo. No porque dé miedo, a estas alturas ya nos vamos conociendo y hay recursos para aderezar casi cualquier desatino, sino por la indefinición del resultado final, que a veces no se parece demasiado a lo imaginado en bruto. 

Es que el lenguaje, igual que la narración, ya lo he comentado, tiene sus propias reglas, sus ritmos y engranajes. No se pueden forzar impunemente. La única solución está en adaptar a las sinuosidades de la materia lo que ideamos de un modo concreto sin estragar el resultado, sin que se note la tramoya del autor. Si se está obligando a que los seres autónomos se comporten como peleles, eso se percibe. Eso chirría y no es creíble.  



Por ello, a veces sucede que me surgen personajes inesperados, o que actúan de un modo que no se me había ocurrido pero "es lógico" que lo hagan de ese modo. Los hechos anteriores lo exigen(1) y llevan a que sucedan tal y cual cosa, a que aparezca un contrapeso, un equilibrio para el excesivo protagonismo de tal personaje, etc. Es cuestión de encajar las piezas con que se cuenta y ver si quedan huecos o algunas se solapan. Pura arquitectura, aunque elaborada con menos frialdad y más instinto. 




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(1) Este es uno de los (menos importantes) argumentos que sostengo en contra de la existencia de dios: su inutilidad. Aun suponiendo que existiera, una vez dadas las condiciones del universo, no estaría capacitado para actuar sobre él, para intervenir en la Historia, lo mismo que un narrador eficaz no puede forzar la maquinaria de su novela para que sucedan cosas inviables. Acaba por destrozarla. De ahí que, si no puede hacer nada, ¿qué más da que exista o no? ¿Acaso importa la existencia real, física, del autor cuando se está leyendo su texto? 
Ya digo que es un argumento menor: otro más importante sería el de su pertenencia necesaria al universo del que se pretende que ha sido creador: una contradicción flagrante. 
Para más argumentos, estos de tipo científico, recomiendo encarecidamente "Un universo de la nada", de Lawrence M. Krauss (Editorial Pasado & Presente, Barcelona, 2013). Tras su lectura no se puede pensar del mismo modo, lo aseguro. 

Literaturas podres.

El trabajo es, desde cualquier punto de vista que lo consideremos, la única forma de solventar el antiguo y bastante desfasado problema del talento en esto de las letras. 

La práctica constante da la excelencia, eso sin duda. Pero para ello hay que huir de la rutina. Las mejores cabezas se embotan ante la presión incesante por publicar novela tras novela. Ahí tenemos el caso de Juan José Millás, prosista de innegables capacidades, de esos que te llegan a dar envidia cuando le lees artículos o algunas obras de su primera época. 



Ahora no suele publicar más que pijadas complacientes que provocan lástima por lo que podría ser y no deja que aflore, ahogado en comercialidad y livianas gilipolleces.

Partiendo de las consabidas dotes, necesarias para ejercer cualquier oficio, hacen falta también dos cosas imprescindibles: técnica y sentido crítico, o rigor, o como quiera llamarse.

Técnica, porque no se puede escribir de cualquier cosa  y porque no todo se puede expresar de cualquier manera o con las mismas herramientas literarias. Rigor, porque antes de narrar deberíamos plantearnos quién, qué y por qué se cuenta lo que aparece luego en la novela. Y luego, no desviarse de esa línea. 

Es que estoy aburrido de narradores pseudo-omniscientes, expertos en opinar por razones altamente espúreas, que cambian de plano con pasmosa facilidad, que se extravían y vuelven cuando al autor le interesa, sin mayor lógica ni explicaciones al lector. Todo ello, en aras del efectismo y la "facilidad de lectura". 

Últimamente he detectado en algunos nuevos narradores cierta tendencia al "aquí vale todo", tan caduca y arbitraria que casi resulta subyugante ver cómo la cultivan a troche y moche sin el menor reparo, sin que se les caiga de vergüenza la cara literaria, que deben de tener de hormigón novecentista. 

Normalmente les salen curiosos churros, pero a veces dan el pego, y ahí está su peligro. En un país tan analfabeto como este en cuestiones culturales, la masa lectora no diferencia entre best-sellers descarados y obras con más calidad, o que aspiran a tenerla. Sólo interesa el entretenimiento, los fuegos artificiales de recetario anglosajón, la tranquilidad para esas mentes arrasadas por una elemental falta de criterio. 

En fin, tampoco es cosa de dar recetas de una sola dirección, porque lo bueno del arte es que adopta formas insólitas y consigue grandes resultados con medios que en principio pueden parecer poco apropiados. El único salvoconducto es el gusto educado por buenas lecturas y un cierto sentido común que nos saque del cenaco en que más de una vez nos quieren ver metidos esta panda de filisteos. 

jueves, 15 de mayo de 2014

Perplejidad.


A ver si entiendo bien al Ministro de Interior: está dispuesto a poner coto a los abencerrajes que se dedican a decir barbaridades de Isabel Carrasco, la Presidente de la Diputación de León (muchas de ellas, todo hay que decirlo, bien merecidas, porque la interfecta era una cacique de tomo y lomo) por el simple hecho de que ha sido asesinada en lo que parece una consecuencia de su trayectoria vital, y me da igual qué o quién o cómo o por qué; es un asesinato y ya basta. 

Y este hecho no puede dignificar una vida ni tampoco la condena. Ni es merecido. Nadie merece ser asesinado, por incómodo que nos resulte o por mucho que nos desagrade. 

Ahora bien: que Jorge Fernández Díaz, el ministro de la virgen y las misas y la madre que parió a ambas, decida que hay que censurar la libertad de expresión de las redes sociales porque no le gusta lo que dicen de la difunta, me deja ojiplático y meditabundo. 



No entiendo por qué no ha hecho nada todavía con la llamada "TDT party", esas cadenas de ínfima catadura moral, intelectual, política y personal, que no saben sino insultar, mentir, tergiversar, denigrar a todo el que no piense exactamente como ellas. O los periódicos de extrema derecha que hacen poco más o menos lo mismo. Y llevan ya la torta de años actuando en la mayor impunidad. Nadie ha dicho nunca que hubiera que cerrarlos, por más que redundara en beneficio de la sociedad. Ni siquiera nuestro preocupadísimo Ministro de Interior.



Vaya, don majadero, vuélvase a misa y deje las redes sociales y la libertad de expresión en paz, que habrá asuntos de mayor envergadura en los que ocupar su inmensa capacidad para no hacer nada. 

martes, 13 de mayo de 2014

"Los años de peregrinación del chico sin color", de Haruki Murakami.




H. Murakami escribió una novela de carácter tan deprimente que me llamó la atención, aun sin saber lo famosísimo que era en todo el mundo, la cantidad de ejemplares que había vendido ni esas zarandajas que acompañan a los autores de talento y renombre. Me refiero a "Tokio Blues. Norwegian Wood".

Creo que después le he leído alguna otra que no recuerdo en estos momentos y me han parecido, poco más o menos, lo mismo que voy a exponer sobre su más reciente entrega.

"Los años de peregrinación del chico sin color" es una novela sobre el desclasamiento, la amistad, la pérdida del paraíso de la adolescencia feliz, la desgracia de la madurez y unas cuantas cositas más. 

Murakami, en efecto, tiene grandes dotes para la narración convincente. Es muy eficaz. Tanto, que a veces produce esa envidia irreprimible cuando admites que lo que tienes en tus manos es lo que nunca jamás querrías o podrías imitar, cualquiera sabe, pero resulta condenadamente efectista y queda fetén para convencer a todo tipo de lectores.

Estoy dividido entre mi admiración por la excelente estructura de la obra, la capacidad para atrapar la atención del lector, el desarrollo del personaje principal y el que sus mejores páginas sean sin duda las últimas. El final es estupendo, de verdad. 




Pero, con todo, hay unos cuantos aspectos que me han desagradado profundamente. El más llamativo: sus diálogos, a menudo casi irreales. A ratos pensé que estaba leyendo un libro de autoayuda o alguna pretenciosidad de C. Coelho. 

Vale, quizás exagero un poco. Pero más de una vez la novela se me cayó de las manos. La parte intermedia del libro es sin duda la menos lograda. Y, sin embargo, continuaba leyendo con avidez, aunque no me interesase demasiado lo que me ofrecía. Eso es tener oficio y algo más que no lo da la simple práctica. 

La historia de Tsukuru Tazaki, el narrador en primera persona (muy bien llevada) y expulsado del grupo de amigos de adolescencia, que dieciséis años después decide averiguar qué pasó en realidad, a ratos no se sostiene demasiado. Murakami hace bastantes esfuerzos por dotarla de verosimilitud, pero hay algo que chirría en el personaje de Shiro, la amiga causante de su caída en desgracia. 

Sin embargo, la evolución psicológica de Tsukuru es convincente en términos generales. Quizá adolece de esa fragilidad emocional y esa tendencia al suicidio típica de algunos personajes de Murakami. Pero uno sigue con atención sus altibajos y se pregunta por las causas de tan repentina desafección en un grupo de amigos hasta entonces inseparables. 

En conclusión, una novela que me ha atrapado hasta su memorable final sin que, en cambio, me parezca que esté a la altura de la enorme fama de su autor. Ninguna lo está, en realidad, pero se leen (y venden) de maravilla. 

viernes, 2 de mayo de 2014

Espárragos y alcachofas.



De toda la vida, los espárragos blancos, los cultivados en primorosos bancales de tierra prieta, tenían que ser blancos. Se trata de frutos subterráneos que, en cuanto aparecen al exterior antes de tiempo y el sol tiñe sus puntas, pierden la mayor parte del valor. 


Sin embargo, en mis paseos por tierras francesas he comprobado que espléndidos espárragos de tamaño considerable y una apariencia perfecta se venden con las puntas moradas, sin que por eso su precio caiga en absoluto. De hecho, esa es la tónica habitual en los mercados callejeros que te encuentras por todas las ciudades. 

No sé. Ando perplejo. Pasa como con el asunto de esas alcachofas enormes, cultivadas en Cataluña, Francia y otros muchos lugares. Si no están prietas y tiernas y no puede comerse su corazón ¿de qué sirven?

Al parecer, es costumbre asarlas cuando son como cebollas y solo chupetear la mínima parte interior de las mismas, quedándose con la esencia, como quien dice, untada en rica salsa. 



Para alguien acostumbrado a comer en menestra las de Tudela, por poner un ejemplo, lo anterior parece medio sacrilegio. Y, sin embargo, hay gentes que no lo conciben de otro modo. 


















Pues bien: prefiero disfrutar de ambas variedades, cada una en su momento y en un contexto diferente. He descubierto que raer hojas de alcachofa también tiene su aquel y que hay espárragos muy ricos que no mantienen la compostura de los auténticos de la denominación de origen. 

Por cierto: no estaba hablando de gastronomía. En absoluto. 

Libertad





Sí, queridos: aquí tenemos a nuestro Frank Zappa en 1963, en un show televisivo que parece tener como única misión reírse del invitado. 

Cuesta reconocerlo con ese traje tan años 50, ese aspecto modoso, tierno casi. Hasta que comienza a hablar. 
Desde luego, el humor fue una constante en su vida artística y personal. Hasta cierto punto, la visión que proyectaba quedaba un tanto distorsionada por ese aspecto, ocultando en parte lo brillante y genial de su producción. 

Porque, cuando dejaba de hacer tantas bromitas, le salían cientos de maravillas como estas "Peaches en Regalia", "St. Ber'dino" o "Don't eat the yellow snow". Y a ver si, aparte de su virtuosismo instrumental, no han soportado excelentemente el paso de las décadas. Desde luego, mejor que el programita de Steve Allen. 



Volviendo a lo de la bici, resulta que tampoco era tan tonto. Básicamente, porque Zappa fue discípulo confeso de Varèse y Webern, entre otros compositores contemporáneos que llevan más de un siglo investigando con nuevas formas musicales, nuevos sonidos (ver mis variadas comentarios al respecto en este blog) y etc. En ese contexto puede entenderse la broma de Frank. 

Sin ir más lejos, esta semana asistí en el Auditorio Nacional a un concierto dirigido por Peter Eötvös con obras de Stockhausen, Boulez (admirador y admirado por Frank Zappa, con quien colaboró) y suyas. En la denominada "Steine", por ejemplo, tanto el director como los 22 miembros de la orquesta entrechocan piedras de diferentes tamaños y sonoridades como parte integrante (y escrupulosamente sincronizada) de la partitura. El resultado, curioso al principio, me pareció encantador y muy eficaz. No he encontrado nada en youtube, así que dejo la referencia discográfica: 

http://www.allmusic.com/album/release/peter-e%C3%B6tv%C3%B6s-chinese-opera-shadows-steine-mr0002740355

 (Se puede escuchar un pequeño fragmento)  

O qué decir de los pianos de juguete, los pianos "arreglados" o los diversos vegetales que utiliza John Cage. Por no hablar de la experimentación electroacústica de buena parte de la vanguardia tras la 2ª Guerra Mundial. 

En fin, que no era tanto cuestión de hacer chorraditas con una bicicleta sino de intentar abrir puertas a la atmósfera agobiante de los primeros años sesenta. Luego vino el 68 y las cosas no pudieron ser lo mismo. 

Ahí está la bicicleta. Eso es libertad, señor Allen, pedazo de cretino.