jueves, 25 de marzo de 2010

Así que ésta es la revelación del 2009...


También me he empeñado en leerla y, como suele suceder en casi todas las novelas, tiene cosas buenas y malas. La gracia está en el cómputo y disposición de unas y otras. Y en el poso que queda a la postre.

Veamos: Fin comienza con la impresión, mantenida a lo largo de muchas y bastante tediosas páginas, de que estamos ante una novela de tipo generacional. Una serie de personajes, antiguos miembros de pandilla adolescente, se juntan en un refugio en mitad de un paraje deshabitado y dirimen a medias asuntos que no tienen más interés que los de cualquier programa de cotilleo. Falta tensión dramática sostenida. Los brotes de revelación se diluyen en conversaciones anodinas y no logran captar el interés.

Los diálogos son algo forzados, tardan bastante en resultar naturales, aunque no les falta agilidad; el narrador parece tomar la posición de un simple acotador teatral. De hecho, al comienzo de cada "escena" hay una suerte de dramatis personae que va encogiéndose progresivamente.

Cuesta diferenciar un personaje de otro: el parlamento de uno podría ser aplicado a cualquiera y no se notaría el cambio. No hay individualización de las voces. Si no fuera por las escasísimas acotaciones, sería imposible enterarse de los entresijos de sus mediocres existencias. 

De pronto, sucede algo que no debo contar, por aquello de que chafaría el misterio, y la historia toma un rumbo al principio desconcertante, aunque cada vez se adivina con más nitidez. Ahora estamos ante una novela de desastre planetario, una fantasía de ciencia ficción (concretamente, relacionada con la inglesa de mitad de siglo XX). Los personajes van desapareciendo. Ellos atribuyen este hecho oscuramente al único amigo de la pandilla que no ha aparecido por el refugio. Muy al final se descubre que no es así. Aunque tampoco se sabe por qué ha desaparecido todo el mundo de golpe y, sin embargo, ellos van dejando la escena muy apropiadamente, de uno en uno.

Que conste que estas páginas, quizás las menos justificadas argumentalmente, son las mejores del volumen. Si bien no levantan el juicio más bien negativo que merece Fin, reconozco que son las únicas que me han interesado.

No las descripciones pasiajísticas, que se empeñan en demorar sin pizca de motivación o interés para el lector una acción acelerada y atractiva. Sin embargo, escenas como las sucedidas en un chalet de la urbanización cercana, en Villallana (creo que así se llama el pueblo fantasma) o en una gasolinera canina están mucho mejor escritas y dan una idea de lo que David Monteagudo puede ofrecer en un futuro. Si afina bastante su pluma, claro.

El final es bueno, pero insuficiente: no puedes "documentar" el mínimo detalle realista de unos lugares, sucesos y personajes para, de pronto, ocultar lo más importante. Hay una falta de coherencia entre los dos miembros del texto, por decirlo en términos lingüísticos, que hacen que la estructura chirríe y se pierda en parte el principio de verosimilitud. Virtud del narrador es hacer que la segunda mitad del libro sea la mejor, todo hay que decirlo.  

En cuanto al uso del narrador, campo de batalla de casi toda la ficción última en español: ¿qué demonios es, aparte de un ventajista? Unas veces toma un punto de vista desapasionado (narrador-cámara, o casi), otras conoce todo lo que sucede e incluso anticipa acontecimientos, otras toma partido por algún personaje... Creo que es tener mucho morro utilizar según interese los registros del teatro, del cine o de la novela realista con narrador a modo de dios omnisciente.
Para ser la revelación del año, según han querido hacernos creer, poco o casi nada. Una primera novela reseñable más por el hecho de serlo (primera, digo) que por otros motivos. Y David Monteagudo está todavía un poquito verde. No es mal escritor, pero debe mejorar en tantos aspectos al menos como virtudes ha mostrado en este primer intento. Se le adivinan buenas maneras, pero hay que esperar, dada su edad, que sea de aprendizaje rápido y progrese a buen paso. De otro modo, estos brotes verdes se agostarán muy pronto.


Lo que me lleva a admiración es lo machacado que anda el gusto de críticos, ciertos lectores y gentes diversas cuando jalean la novedad como si fuera cosa del otro jueves. ¿No hay nada mejor o no saben verlo entre las toneladas de escritores noveles que abarrotan las librerías?

Me temo que Monteagudo no nos va a librar de tantos males. Por lo menos, de momento. Habrá que esperar.

martes, 23 de marzo de 2010

Un regalo algo tontorrón, pero delicado y muy decadente



S'il est vrai, Chloris, que tu m'aimes
(mais j'entend que tu m'aimes bien)
je ne crois pas que les rois mêmes
aient un bonheur pareil au mien.


Que la mort serait importune
de venir changer ma fortune
pour la felicité des cieux.


Tout ce qu'on dit de l'ambroisie
ne touche point ma fantaisie
au prix des grâces de tes yeux.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Ingenuidad



Me daba penita que una novela variada y estimulante como Parece septiembre pasara desapercibida y que tan pocas personas la hubieran leído debido a lo precario, por no decir cutre, de su distribución. Así que la presenté al premio Villa de Madrid (Premio Gómez de la Serna de narrativa) para obras publicadas en Madrid en el 2008.

Esto fue el año pasado, cuando aún veía alguna posibilidad de redención o era un poco menos escéptico sobre estas cosas. De todas formas, lo mío con los premios literarios va para antología de la estupidez.

Pues bien: se falló el premio, no fui el ganador, como era de prever, y hoy me he pasado por la dependencia municipal para recuperar los cinco ejemplares de la novela que había depositado. Y los he recuperado de un sótano fresquísimo y muy organizado que olía demasiado a cañerías.

En perfecto estado. Tan así que, habiendo salido intactos de la editorial, han vuelto a mis manos con señas evidentísimas de no haber sido siquiera hojeados. La edición en rústica tiene la ventaja de que chiva inmediatamente cualquier indiscreción.

"Lo que hay que hacer en adelante", me he dicho tras gran cavilación,"es seguir la estela de los autores buenos que en esta república de las letras son y mandan: public relations, cuadrillita de amiguetes y escalafón hasta alcanzar el Parnaso".

O escribir algún día tan bien como ellos, claro. Pero antes prefiero dedicarme a la cría de caracoles.

lunes, 8 de marzo de 2010

¡Cuidado con la Grosse!

Aquí la tenéis, compuesta en 1826, descartada de su cuarteto de cuerda opus 130 porque los burgueses de la época no podían soportarla. Y es tan tremenda que, como en aquel disco de Bowie, debería llevar la leyenda: "Escúchese al mayor volumen posible".
Ese sonido crudo y brutal pero armonioso, siempre a punto de la disonancia, siempre dentro de la norma que va buscando quebrar...

El video, además, me parece bastante afortunado. Lástima que no esté completa porque es un monumento. Impasible salir de su escucha como si no hubiese pasado nada. Algo tiene que cambiar dentro de uno. Tanta energía, tal delicadeza en las partes tranquilas, tal experimentación -que se me antoja totalmente futurista- partiendo de la mayor fidelidad a su estilo personal...

Y el Leipzig String Quartet me gusta especialmente. A la altura del Juilliard, por lo menos.

Schnittke

Pero también he estado escuchando estas cositas de Schnittke, bastante más convencionales...






Hasta el punto de que se le ha considerado el último continuador de la tradición sinfónica del siglo XIX. Y es cierto que sus referencias a la tradición son constantes. A la Grosse Fuge, cuarteto de cuerda op. 133 de Beethoven y a medio romanticismo, entre otros. Aunque no siempre se las tome tan en serio como podría creerse .

Por algo me siento cercano a este señor. Puede que mi manera de escribir también sea un resto de ciertos pleistocenos verbales. Pero ya me diréis si la intensidad, la pasión y el logro estético, por no decir espiritual, que queda muy cursi, no merecen la excursión a los parques de antes.

O si ya estoy muy p'allá.

domingo, 7 de marzo de 2010

Posturitas




Sólo yo sé lo que me habré aburrido. Pero, sea por tozudez, sea por rectitud o por afán de perfeccionismo, decidí que lo iba a leer entero. Así que dejé el volumen al lado de la cama y cada noche le daba un meneo.

 
Pues bien: ya he terminado la tarea y me permito el lujo de opinar con conocimiento de causa sobre el último intento narrativo de Manuel Vilas.

En primer lugar, hablemos de su prosa: si soy amable, la calificaré de plana. Tampoco es cierto: considerarla plana indicaría falta de interés por atrapar al lector y ya hay otros que pescan desde hace tiempo en esos océanos de tedio. No sé cuál habrá aprendido del otro, pero deberían hacerse la ola cuando coincidieran en uno de esos saraos locales. Son siameses. Aunque con una clara diferencia de horizonte estético y nivel formal, todo hay que reconocerlo. 

Este libro es algo menos malo. Manuel Vilas intenta anular o, dado su gusto por los coches, atropellar al lector con el uso reiterado de tres o cuatro nulidades narrativas. A saber: la enumeración, la yuxtaposición como única posibilidad de expresión de una cierta sentimentalidad, el abarrote de datos inútiles a que debe de ser adicto, pues ni en los pocos momentos que logra remontar el vuelo literario es capaz de ahorrárnoslos, y cierta estética entre irónica y ácida de la que hablaré más adelante. 

De ese modo, a fuerza de desesperar, acaba ganando por puro aburrimiento lo que él mismo plantea como un combate contra el sentido estético y literario del más curtido. Vilas erosiona el cerebro y, en una suerte de síndrome de Estocolmo literario, casi logra que pensemos que eso es escritura capaz. La única moderna, la que debe leerse ahora. Pero no lo es. 

En cuanto al narrador... El yo narrativo de Vilas es de esos que, de entrada, cae bastante gordo. Las posturas a que me refiero en el título aluden a sus mohínes facilones, a esa apariencia crítica pero, en verdad, complaciente con que construye su único personaje que merece la pena: él mismo, transmutado en narrador. (No tengo nada contra Manuel Vilas en la vida real, con quien coincidí en la universidad, aunque sin tratarnos, y de quien tengo referencias como buen compañero de trabajo y persona de enorme sensibilidad social). 



Tampoco me parece mal la primera persona literaria, sea evidente o se disfrace. Pero es un truco que, como todos, hay que saber usar para que no se descorra el telón antes de tiempo y nos deje con la tramoya a la vista.

Alguien a quien quise diría de gente así que "es un malasombra". Pues eso, un desaborío y un malasombra me parece la voz que conduce, o más bien ahoga, al lector en su pesadísimo viaje por personajes más o menos trillados o interesantes, da igual, pero nunca creíbles. 

En realidad, no son personajes sino sombras sobre las que el narrador proyecta su visión de la realidad. Hay quien la ha considerado renovadora. A mí me parece aburrida, estéril, cargante. Ya me desagradó profundamente en "Z". Pensaba que habría evolucionado un poco pero años después sigue en la misma línea. Y da un paso más: más agilidad, más variedad de referencia, más abrumadora carga de hechos inanes. O sea: nada pero mejor presentado.


Otros ya han analizado este libro y celebran no sé qué modernidades a bombo y platillo, pero yo no deseo entrar en los contenidos político, moral o sociológico de las memeces que expone Vilas, por mucho -pretendido- humor con que los arrope. El libro no ha superado la primera barrera de mi apreciación como simple lector y de ahí poco se puede sacar. Si no pretende o no es capaz de elevarse por encima de esa mediocridad estéril -y esterilizante de un modo malsano-, no puede ofrecer nada.

No es que no me haya gustado el libro; es que, como unos cuantos que llevo sufridos en los últimos años, "Aire nuestro" es ejemplo del peor modo en que se está escribiendo en este país y de lo que no debería ser nunca considerado modelo para nadie con una pizca de sensatez literaria. Seguro que ya están imitándolo. Como si lo viera.

sábado, 6 de marzo de 2010

Una muestra de lo que he leído esta mañana en el New Yorker

Y, como buen esnob, me he apresurado a comprar.






Lo peor de todo es que me gusta, tú.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Aviso para imprescindibles




La vuelta al pasado de Daigo (protagonista de Despedidas, una excelente película de Yojiro Takita) se condensa en el encuentro fortuito de una piedra que su padre le dejó como único recuerdo antes de abandonarlo. Una simple piedra de río que, de acuerdo con su textura y color, indicaba el estado de ánimo del donante.

Algo me ha llevado a pensar en quienes fueron personas tan importantes en mi vida y, de repente, desaparecieron sin más. De muchos me quedan piedrecitas de río dispuestas como en el cuento, a modo de reguero de imágenes que sirven para rememorar. Con los años la textura se va uniformando. En general, han perdido su rugosidad, los bordes irritantes, la estridencia de algún tinte forzado.

Agrada encontrarlas en los fondos de los cajones y sentir esa dulzura acre, casi violenta, de recuerdos que no deseaba pero tampoco me hieren como entonces.

Recuerdo todos los días a mi padre. Todos. Entre otras cosas, por la bellísima pedregada de palabras que me ha dejado en herencia. Podría reprocharle un par de cosas que todavía me alcanzan pero, para qué. Tengo su manera de hablar. Cuando cito algún giro que le pertenecía es como si entablásemos una de esas conversaciones adobadas de sentido común que acababan como el rosario de la aurora. Qué poco coincidíamos Julio y yo. Qué pocas cosas compartíamos, pensaba yo entonces. Sin embargo, siempre las poníamos libremente sobre el tapete.

Ahora me gusta ver los guijarros que salen por mi boca y pensar que tenía razón el más antiguo (*). Por eso no fió su posteridad al imposible de la vida eterna ni a las obras admirables, que también perecen, sino al recuerdo oral de su gesta.

Julio, sin siquiera imaginarlo, dejó memoria de su existencia en ésta que repite sus palabras. Algún día también sus mejores gestos acabarán por parecerse.




(*) Gilgamesh, por supuesto. Quién, si no.