domingo, 29 de noviembre de 2009

Bendita seguridad



Esta astucia cotidiana de evitar preocuparse por las cosas serias, de dilatar las propuestas definitivas y estar referido constantemente al plazo breve, a veces hace quiebra y deja de funcionar.

No sé qué placer recibimos con la venda apretada sobre los ojos y dando traspiés en las muy seguras tinieblas. Aunque, bien considerado, se trata de llevar anteojeras. Mejor entretenernos con el recto proceder, no sea que tomemos la senda equivocada, la que lleva directamente al precipicio.

Quien se mueve no sale en la foto, declaraba ufano el inquisidor de hace años. Seguimos asentados en el mismo modelo. Y con placer.

Al comenzar esta parrafada no sabía con claridad a qué me estaba refiriendo. Sólo tenía la urgencia de dejarla anotada. Antes lo hacía en papelotes diversos que acababan por perderse en carpetas bajo el epígrafe de "varios". Ahora tengo el blog para depositarlos. En todos los sentidos.

Por un lado, la intensa necedad del partido de esta tarde (o noche, no lo sé bien). No me refiero al jueguecito de pelota, cosa más bien infantil, sino a la trascendencia impostada que unos y otros quieren darle y, ante todo, a su presencia insoslayable en los medios de (in)comunicación. El cretinismo se pone en evidencia en ocasiones como ésta.

¿Y qué, me diréis? Si no te gusta, no enciendas la tele ni la radio y ya está. De acuerdo. Eso pienso hacer. Pero, como observador de la realidad, no puedo menos que sentirme decepcionado con la mayoría de mis congéneres. Luego, que cada día soy más misántropo. ¡Si es que van provocando!

Por otro, la calamitosa situación de la literatura en España. No hablo de otros países con la misma lengua (sé que, para mi sorpresa, tengo lectores por toda Hispanoamérica) porque no estoy al día de sus miserias concretas, aunque me imagino algo parecido. No sé si en Méjico o Argentina atan otros perros con longaniza (ojalá así sea). En la antigua metrópoli las cosas difícilmente podrían ir peor. 

Y qué bien posan los bellacos tras haberse auto-otorgado uno de sus premios (la mayoría de ellos, convocados por entidades públicas y pagados con dinero de todos) tras dolorosos, arduos conciliábulos en que el delegado de la empresa editorial encargada de publicar al ganador "propone" al candidato. O en que una pandilla de amiguitos entrelazados de múltiples intereses y favores previos decide a quién toca esta vez. Por lo general, sale elegido el que se necesitaba. En el caso de la editorial, doble beneficio: edición y promoción gratis de un autor de la casa. Y, además, un nombre que suena para prestigiar el premio. Y un amigo agradecido que nos otorgará honores similares en cuanto participe de jurado en otro premio goloso. ¡Que viva la Pepa!

No me estoy refiriendo a uno, ni a dos, ni a tres, que diría el charlista, sino a la inmensa mayoría de los premios de este país con cierta importancia, léase cuantía económica. Y a la política rastrera de las editoriales, desde la A hasta la Z, con casi todo el alfabeto implicado. Basta con ver las mesas de novedades y los fabulosos libros recién premiados por los pilares de nuestra egregia cultura.

Y en poesía es aún más sangrante.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (y V, espero)




¿Y qué hay de las actitudes concretas? Es decir, de la práctica de la escritura. Porque podemos argüir un muestrario de constataciones críticas que nos apoyen, ratificando a todas horas que somos la hostia con sombrero y dar a luz pública textos infumables. Cosa que sucede con frecuencia, por otra parte. 

Me llaman la atención (y mueven a piedad) los empolloncetes de las últimas teorías que, a la postre, no saben colocar dos palabras juntas sin que el respetable se despiporre o bostece como león del Masai Mara. Al sur campa por sus leyes alguno de ellos. ¡Y qué soberbia gasta!


Lo he dicho con respecto a Cervantes: el escritor no necesita saber un ápice de teoría literaria. Sin embargo, ¡guay de quien no la tenga interiorizada y la aplique a rajatabla, bien sea por instinto, bien por cojones! Propongo como ejemplo el manido asunto del narrador.

Y es que después de Henry James ya no se puede saltar a la torera la convención del narrador y el punto de vista. Si el lector recibe informaciones de a saber qué dios omnisciente mutado en escribidor que en todo mete la zarpa, tiene derecho a pensar que de qué. Y a entender justo lo contrario de lo que se le obliga a asumir de manera tan zafia. Como sucede con el nada fiable Cide Hamete Benengeli en el Quijote. Pero ésas son palabras mayores.

La mínima coherencia, decoro e incluso cortesía artística deberían prohibir el uso de la narración como si viviéramos en la época de Galdós. Y, sin embargo, cada vez es más frecuente la regresión a esas actitudes viciadas, aunque no por conciencia, convencimiento o legítima voluntad de transgredir, sino por mera comodidad. O por ignorancia, que todavía es peor.

Si la postmodernidad implica descripciones fatigosísimas, escritas en la escritura más plana que se pueda imaginar y que luego no tienen incidencia relevante en el decurso de la narración, perdónenme ustedes, pero no pienso tragarme una más. He agotado el cupo. Prefiero creer en aquella máxima que dice: "cuando al principio de un cuento aparece un clavo en una viga del techo, al final el protagonista se colgará de ese mismo clavo". Economía, coherencia, eficacia.

Si escribir a la moderna ("escribir moderno", llega a decir algún analfabeto) consiste en la fórmula: sujeto + verbo + objeto directo, repitiendo la cantinela tantas veces como se quiera, yuxtaponiendo retahílas de frases hasta que aparece el tabulador y ¡zas!, corta el párrafo, ya tenemos de sobra en mi terruño. Y me sigue pareciendo la misma mierda de antes, producto de mentes estériles que no tienen ni idea de escribir. Y mira que se esfuerzan, los pobres, pero no hay tu tía.

Si los personajes son estereotipos, si hablan como le da la gana al escritor sin tener en cuenta para nada su educación, época o nivel social, si no tienen fondo, facetas diversas ni conflictos interiores, cualesquiera que éstos sean, lo lamento, pero no se trata de narrativa sino de guiñol. A estas alturas, me temo que las posibilidades del tal están más que exploradas, ya sea en el teatro del absurdo o en el OULIPO, en el sainete o en la ciencia-ficción.  

Y si se trata de incidir en los géneros me temo que nos topamos con la misma materia trilladísima. De ese modo, falta de nervio y capacidad de sorpresa, es harto difícil que la trama detectivesca, la intimista, la histórica o la fantástica den algo más de sí. Como mucho, melancólicas actualizaciones de emergencia para, digamos, inscribir un roman fleuve crepuscular en el ambiente de los repartidores de flyers de la Gran Vía. ¿A alguien le seduce la idea? Pues a ellos, que hay manada. 

(Yo pensaba que se me había acabado el ferrete, pero está visto que no)

domingo, 22 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (IV)




Una y otra vez volvemos al viejo asunto de qué escribir, sobre qué, con qué criterios e intereses. Cuál es, en fin, el propósito que nos define aun antes de enfrentarnos a la tarea. 

Si vamos a ser honrados, éste es un primer paso que pocos escritores se plantean. A los resultados me remito. Los que lo hacen, aunque no coincidan conmigo en cuanto a planteamientos o rendimiento, siempre merecen respeto y atención. Siempre. De ahí el que a veces me muestre beligerante o incluso impertinente con lo que se publica. Porque estar interesado en algo no quiere decir que guste o sea afín a mis presupuestos estéticos o morales. No hay libro tan malo del que no se puedan extraer provechosas enseñanzas, como dice el clásico. 



Y, hablando de clásicos, una de mis antiguas y menos populares críticas a los escritores actuales es su falta de conocimiento sobre el pasado. El pasado, la tradición, lo clásico... Llámenlo equis.

Vaya: no alcanzo a ver cómo puede construirse el Guggenheim sin haber aprendido los rudimentos de la edificación de palafitos, pongamos como equivalente. ¿Y qué se puede pensar de quien pretende escribir narración actual denostando con arrogancia y publicidad lo escrito antes de 1945, por ejemplo, máxime si proviene de autores españoles?  Acojonante. Pero los hay a patadas. Y publican en editoriales cada vez más importantes (desde el punto de vista comercial, claro).


Me estoy desviando del propósito de esta entrada (que quería la última de la serie, pero parece que no va a ser): qué y cómo escribir a principios del siglo XXI. 


¿Temas? Hemos quedado en que cualquier argumento, situación, asunto o detalle son estrictamente válidos para el arte; más aún, para la novela, que siempre ha sido saco generoso en que echar cualquier material, por indigno que se considerase. De ahí el que gran cantidad de experimentos novísimos en otras ramas del arte hayan sido ensayados hace décadas en narrativa (o siglos: pensemos en Tristam Shandy, de L. Sterne, en pleno siglo XVIII).


¿Modos? Si algo caracteriza al arte contemporáneo (o a la posmodernidad, si se quiere la etiqueta) es la dispersión de tendencias jerárquicamente iguales. Al menos, en teoría.

Lo de la igualdad de una u otra corriente literaria me parece de cajón, al menos hasta el momento en que empiezan a parir sus criaturas. De las teorías más estrictas no han salido necesariamente los mejores textos y tampoco la floración de épocas brillantísimas tiene por qué ir acompañada de otro tipo de bonanza; menos aún, de fidelidad a ortodoxias varias. Tantos manifiestos y declaraciones me recuerdan a los partidos políticos: leídos sus principios fundamentadores, todos parecen la repera. Otra cosa es verlos actuar.


Me acuerdo ahora de Cervantes, que tenía requetebién aprendida la lección del humanismo renacentista y la teoría aristotélica sobre el arte y produjo lo mejor de su producción en cuanto empezó a olvidar la doctrina y dejó que sus personajes discurrieran libremente, adaptando las normas a la vida. Ahí surgió el gran genio.  


Éste es el modo, según lo entiendo yo: no seguir normas anquilosantes, aunque, eso sí, habiéndolas aprendido, masticado y deglutido para que no nos puedan hacer daño. Hay que tratar con el máximo respeto lo heredado, pero dándole somantas de palos en cuanto se pone bravo y nos quiere anular.

No se puede hacer vida normal entre fantasmas que dictan cómo actuar en cada momento. Del mismo modo que obrar al arbitrio de cada uno sin trabas ni carriles lleva a la inanidad o el descarrilamiento. O a descubrir el Mediterráneo cada vez que ensayamos algo novedoso. Como si hubiera tanto por descubrir...

 
¿Queremos ejemplos? Uno de la música, y estoy seguro de que Panamá, lector atento, estará conmigo: una versión, un cover de cualquier clásico, ¿es mejor cuando reproduce miméticamente lo mil veces oído o cuando la personalidad del versioneador transfigura  materiales ajenos y se apropia de ellos? Yo estoy siempre (o casi) por la segunda opción. No por ello hay que recelar de todo standard cantado al viejo estilo ni creer que la creatividad surgirá ex nihilo. Pero conviene prevenir la estaca (metafóricamente hablando).


Otro de la literatura, en negativo: la portentosa abundancia de mierdas encuadernadas que produjo el realismo social o las innúmeras historietas piadosas y morales con ínfulas literarias que florecieron durante el nacional-catolicismo. Se me abren las carnes con sólo recordarlo.

(Me temo que esto no ha acabado, ya me perdonaréis el tostón...)

lunes, 16 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (III)




A ver si nos aclaramos:

La estrategia de la posmodernidad no me parece mal en absoluto. De hecho, la considero oxigenante y necesaria. Cada cierta cantidad de tiempo, difícil de determinar pero que cuando llega se impone por su propia fuerza, es preciso arramblar con todo y hacer tabula rasa de la tradición, matar al padre para redimir al abuelo, rescatar lo necesario y purgarse de accesorios y tal y cual.

Aceptado. Yo mismo he pecado de tales excesos y no sólo no me arrepiento sino que todavía sigo empeñado en los más de ellos, mal que me pese. Otra cosa es que me hagan el menor caso.


Lo que no acepto de tan buen grado es esa grosería artística, ese exceso de evidencia, ese exhibicionismo que calificaría de impúdico o insultante, depende de cómo se considere.

Porque ¿quién no ha introducido elementos de la cultura popular, al menos si ha vivido y creado en este planeta en los últimos veinte o treinta años? ¿A quién no le ha parecido que debía aniquilar el criterio ramplón del realismo, pero también los excesos culturalistas y experienciales? ¿Quién no se ha sentido decepcionado por la vuelta mimética a lo peor del XIX, al contar (atolondradamente) por el mero contar, al efectismo facilón de tantos que ahora mismo perpetran cuentecillos al por mayor?¿Quién no habla en sus narraciones de política o de cuestiones sociales? ¿Y a quién, finalmente, no se le antoja este momento como el peor de los últimos cincuenta, cien o doscientos años (bisiestos)?

(Desafío al lector medio a que me diga qué le ha llenado de verdad, pero de verdad de la buena, sea en prosa o verso, de la producción desde, pongamos, la 1ª Guerra del Golfo. Y anda, que no ha llovido...)

Pero de ahí a que me digan cómo he de entender una obra de arte, qué debo pensar para que su mensaje rupturista llegue a mis cortas entendederas, de qué modo debo absorber las intenciones del autor... Vaya, exceso de evidencia, falta de finura, grosería en términos artísticos. 

En su teoría parece que prima explicitar la intención, colocarla en un primer orden de importancia en la valoración de la obra. También eliminar o constreñir la libertad del lector (o espectador) de construir un sentido propio, no necesariamente en consonancia con el del autor. No el qué, ni siquiera el cómo se cuenta, sino el para qué. Lo que se me antoja una vuelta al rigorismo vanguardista, o al sectarismo revolucionario de lo más granado del siglo XX.

Yo no estoy por la tarea. Si algo tengo claro es que cualquiera (un lector mío, por ejemplo) puede ser tan listo o mucho más que yo. Por lo que no veo procedente tratarlo de imbécil. Demos, por lo menos, la oportunidad de que adivine la tramoya. No tengo intención de mostrarla a las claras salvo, claro está, que me interese hacerlo por motivos inherentes a la obra. Lo demás es de una soberbia chulesca que se me antoja impresentable. O un dirigismo intelectual propio de las dictaduras. Yo soy un profesional y sólo instruyo cuando me pagan por ello.

Esta repulsa es un sine qua non de mi acción creativa. Por lo mismo, aquellos neones fantasmales en que indican: PIEDAD o sugieren: PIENSA, RECUERDA, etcétera, la verdad que no me los trago. Aún recuerdo una lejana visita al MACBA, en Barcelona (excelente edificio para contener una colección inane, aunque tengo oído que ha mejorado mucho) de donde salí con la sensación de haber sido estafado descaradamente. 


Y tampoco estoy por prescindir de algo tan inherente al hecho literario (y no sólo) como el aspecto estético. Me importa tres pitos el contenido si no va vestido de gran gala. Ya puede ser el colmo de la profundidad y la virulencia, que no pienso aguantar una triste página si no está competentemente escrita. Por ahí no paso. Prefiero al "torpe pero voluntarioso", como decía aquél, que al desdeñoso de la forma por motivos de tendencia.

En cuanto a lo de que cualquiera puede ser artista, no sólo es una proclama sino realidad palpable. No hay más que ver la reacción de cualquier persona recién conocida cuando le comentan que me dedico a escribir. "Ah, a mí también me gusta mucho", replica invariablemente. Luego el repertorio varía: "yo llevaba un diario de jovencita", "me gusta contar lo que me sucede todos los días y tengo un blog divertidísimo; mira, te doy la dirección", "oye, ¿tú no podrías hojear lo que tengo guardado en un cajón desde hace diez años y decirme qué te parece?". Y suma y sigue. Los quince minutos de fama están casi garantizados, doy fe. 

Así que, por lo general, oculto mi condición ante los desconocidos. Por cierto: aún no me consta que ninguno de ellos haya comprado algún libro mío. Ni por curiosidad de saber qué tal lo hace el tipo ese tan engreído que conoció el otro día. Ese que sugirió que no todo vale, por muy verdadero que se sienta. Y que, si todo valiera, no sería de cualquier modo.

Por lo menos, no todo lo escrito es literatura. La cuestión ahora es: ¿por qué un texto es literatura y no mero chascarrillo? ¿Se diferencia en algo uno de los chistes que te cuentan el el bar junto a la oficina de los que introduje en Parece septiembre? Dejo el asunto para los críticos, que de buena gana me censurarán. El hecho es que no deseo ser un especialista en el autor o el tema que ha escogido para su obra. Igual que no quiero saber de mecánica para conducir mi coche.

De todos modos, en este país de tan floja implantación cultural los nuevos credos suelen asumirse acríticamente, con el furor del converso. Y os aseguro que me da muchísima pereza adaptarme a otra vague, secta o tendencia que, además está más pasada que el charlestón.

martes, 10 de noviembre de 2009

Sin más motivo



Sin más motivo. Me apetecía que quedasen en su misma cascada del verano ya pasado, igual que entonces recelosas de nuestra presencia y a punto de proseguir los juegos aéreos que nos llamaron la atención.

Si no fueran tremendos depredadores parecería demasiada intensidad, habría tanta belleza condensada que no podría ser real. Afortunadamente, la naturaleza es sabia y redime el pasmo con gotitas de maldad.

Ahora no he hecho una caminata por los prados ni estoy tan fatigado. Pero me siguen sujetando la respiración cuando las contemplo.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (II)




Siempre he intuido que cualquier propuesta renovadora debe partir de la herencia apabullante de al menos cuatro siglos de portentosa creatividad en narrativa y culebrear entre los prodigios de esa cueva del tesoro.

Rapiñemos las riquezas, usémoslas sin pudor en nuestro provecho, alteremos, rompamos y mezclemos cuanto nos plazca o tantas maravillas acabarán aplastándonos como a los enanitos que indudablemente somos.

También podemos (¿o debemos?) hacer lo mismo con los elementos de la realidad y de la cultura en que estamos inmersos. Desgarremos sus miembros y asemos los más jugosos en la fogata de nuestra creación. (¡Si es que me pongo estupendo!)

No creo que pueda haber nada "puro" en términos de creatividad. Ni en los otros. Puro era el comunismo, los nazis se explayaron en su búsqueda de la pureza, Pol Pot tenía en mente una radical purificación de Camboya cuando campó a sus anchas. Ya conocemos los resultados de tanta elevación a lo absoluto.

Hay que aceptar nuestro mundo como es: bastardo, mezclado, insensible, absurdo. Pero, a la vez, sorprendente, contradictorio, lleno de riquezas de toda índole que nos permiten elevarnos sobre el pretil de la tradición y crear coherentemente. Ahí está la juntura, el punto en que apoyar la palanca para que ceda el momento actual, tan obtuso.

Si nos quedamos en la superficie de las cosas no hay sino maniobras para conseguir un puesto cómodo y sestear con apariencia de estar muy ocupados. Todo es asumible en literatura, pero no de cualquier modo. La utilización de gran cantidad de figuras retóricas no hace buena literatura per se.

Lo mismo digo de la introducción de elementos diversos en una obra narrativa, por ejemplo. Al margen del proceso de selección que supone (y de estilización de los mismos, por supuesto) puede lograr una mayor implicación en la realidad, un cuestionamiento de actitudes, lo que se quiera. Todo es válido y lo ha sido siempre en el saco diverso de la novela. Pero no es válido de cualquier modo. Por más que se empeñe el converso a la nueva fe, hay obras buenas y malas, no obras adecuadas a tales planteamientos y otras que no lo son. La fidelidad a un programa no da garantías de calidad. Afortunadamente.

Jugando a copiar las, en ocasiones, aburridísimas tácticas de los posmodernos de allende los mares podremos lograr cosas resultonas, no digo que no. Alguien incluso se sentirá epatado. La cuestión es qué hacer una vez experimentadas tales "novedades" y con cuáles de esas técnicas nos quedamos. Porque no es cosa de seguir con el jueguecito transgresor toda la vida. ¿O sí?

Pienso que toda obra literaria tiene el cometido de aportar un sentido al mundo. O de tratar de cuestionarlo para que a partir de ahí se pueda reconstruir. Pero, indudablemente, ha de hacerse con los medios propios de la creación. Fabulando. Creando personajes, acciones, vida.


Hay que empezar a construir un tinglado que se aleje de los excesos anteriores, pero no para caer embobados en brazos de otras ortodoxias sino porque el momento exige una interpretación nueva. Es inevitable que así sea. La vuelta al siglo XIX o a hace treinta años, si se realiza de modo acrítico y, sobre todo, sin una fuerte dosis de distancia irónica, no me parece más que dar otra vuelta a la noria. Rutina sobre rutina.



(No se vayan todavía: aún hay más)

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (I)




La lectura de Greenberg y Danto, dos teóricos de la crítica (del arte) sobradamente conocidos, así como la historia de Nocilla Lab, de A. Fdez. Mallo, me ha llevado a plantear algunas consideraciones sobre la posición actual de la literatura; concretamente, de la novela.

.- Desde el punto de vista de un creador actual, el problema con el arte "puro" (esto es: sólo válido, cognoscible y apreciable por sus propios términos y en virtud de los recursos "internos" propios del arte de las vanguardias, pongamos por caso) es que ha de ser valorado y comprendido hasta cierto punto por personas de toda índole: sus lectores.
Muchas no estarán familiarizadas con ese lenguaje auto-referencial. Y, aunque así fuera, los criterios de validez estética y de excelencia o calidad (el "canon", en definitiva) no pueden crearse ex nihilo, de la noche a la mañana y de modo apresurado.

Sé que cada autor (o incluso cada obra) crean su propio público afín y que hay que obligar a la gente para que aprecie lo que no es habitual. Dudo, sin embargo, que un salto radical tenga la menor posibilidad de triunfar o perdurar a medio plazo como propuesta estética asumible.

Incluso si la propuesta Nocilla fuera novedosa (que no lo es) habría dificultades. Pero después de un siglo de experimentación en todos los sentidos y en todos los géneros literarios no creo que ahora estos señores nos vayan a abrir los ojos ante ninguna realidad desconocida.

La novela lleva siglos funcionando con citerios bastante establecidos (y tradicionales). No es posible a estas alturas repetir sin más los experimentos de las vanguardias. Han pasado a ser ya parte de la tradición y deben ser conocidos y asumidos, pero igual que no se puede repetir la prosa del Quijote (qué más quisiéramos) tampoco la de J. Joyce. Ni sus condicionantes sociales o ideológicos. Ni su intención estética (véase "Pierre Menard, autor del Quijote", de J. L. Borges).

De ahí lo caducos y estériles (y arrogantes, aunque no exentos de curioso interés) que me parecen estos ensayos para renovar la narrativa del mismo modo que se intentó y logró (parcialmente) a lo largo de todo el siglo XX.

(Continuará)